33. El accidente

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– ¿Fue la señora que mandó a los periodistas? – El agente se frotó la frente y suspiró.

– Tal vez.

Entonces eso es un sí.

Abuela comenzó a moverse en la chaqueta.

– Estoy vieja, mi memoria ya no es la misma.

– ¿Y cómo es que entregar al senador a la prensa iría a ayudar a la relación de ellos dos? Como máximo, empeoró todo.

– No, no empeoró nada. – Abuela dio una sonrisa malvada. – Porque el senador todavía está desaparecido, obviamente, así como ella.

Christopher

La expresión en la cara de Dulce fue como un golpe en el estómago para mí. Traté de recuperar el aliento, pero cada respiración solo me llenaba el pecho con más disgusto y pánico. Había acabado de decirle, por tercera vez en el día, que no era suficiente. Fue para protegerla – para darle tiempo de examinar sus sentimientos por mí. En vez de eso, ella se fue.

No yo. Ella.

Sus inseguridades debían estar a flor de piel, y todo era culpa mía. Todo porque era un imbécil egoísta. Todos mis instintos me decían que fuera atrás de ella, ¿pero eso haría algún bien? Capaz ella me daba una cachetada y eso terminaría en el noticiero. Entonces me quedé parado en el piso e hice mi maldito trabajo: le di una hermosa sonrisa a las cámaras y tranquilicé al público. Nunca en la vida, había tenido que esforzarme tanto para fingir que mi mundo no se estaba derrumbando a mi alrededor.

– Senador – otra periodista me metió el micrófono en la cara –, soy del Canal Cinco. ¿Puede decirme el motivo de su visita a Hawaii? – Un flash estalló bien en la esquina de mi línea de visión...

Oí neumáticos chillando otra vez, y vidrios rotos se esparcieron por todos lados. La luz de una linterna iluminó mi rostro.

– ¿Estás bien, hombre?

Forcé una sonrisa.

– Necesitaba mucho unas vacaciones.

– Pero nuestras fuentes afirman que...

– Con permiso.

Me abrí paso entre la multitud, yendo hasta Alfonso y Anahí. Ellos habían ido a ayudarme a convencer a Dulce de quedarse.

Los periodistas me siguieron.

Anahí abrió la boca, pero Alfonso se la tapó con la mano.

– Aquí no.

Salimos del aeropuerto y tomamos un taxi. Yo estaba malditamente tenso.

– ¿Por qué? – susurró Anahí.

– ¿Qué querías que hiciera, Anahí? – intervino Alfonso, en mi defensa. – ¿Que discutiera con ella frente al país entero? ¿Que dijera que estaban juntos? ¿Que acabara con el último resquicio de privacidad que ella debe tener? En mi opinión, él hizo su fuga más fácil.

– ¡Ella no se está fugando! – Replicó Anahí. – ¡Ella está lastimada!

– ¡Y yo también! – Grité, dándome cuenta, demasiado tarde, que me había confesado.

Anahí agarró mi mano, pero no lograba sentirlo. No podía sentir nada. Me dije a mí mismo que no me clavaría, y miren nada más de que me sirvió. Estaba exactamente en la situación que quería evitar. No estaba con el corazón roto. Estaba con demasiada rabia de mí mismo para sentir cualquier cosa.

El RiesgoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora