26. Locura

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Él sabía todo, ¿no es así? – El agente sonrió, convencido.

– Ay, Gus, estás empezando a conocerme demasiado bien.

– La señora engañó a sus nietos y encontró una manera de convencer a un juez de mentirle a su propio hijo. Ustedes dos debieron haber estado desesperados.

– El deseo de tener un bisnieto es fuerte para las abuelas, y al parecer en los abuelos también. Basta preguntarle al señor Uckermann y a su linda esposa.

Dulce

– Él salió hace un buen tiempo. – Moví distraídamente el sorbete del trago y mantuve los ojos fijos en la playa, buscando señales de Christopher.

– ¿Por qué te importa? – Preguntó Anahí, en tono inocente. – ¿Tienes algo que contarnos?

Maite no escondió su sonrisa. Anahí la imitó. Sus esposos se quedaron quietos, y todos se voltearon a verme, casi abriendo huecos en mí.

– ¡Christopher! – Casi grité cuando apareció, acompañado del papá.

Pero había algo raro.

Él se veía... casi se veía culpable... y triste.

¿Por qué estaría triste? Me culpé al mismo tiempo. Si no lo hubiera desafiado a quedarse... Si no lo hubiera sobornado con su carrera y el rumor de la prostitución... ¿Será que era tan malo querer el cuento de hadas?

Él prácticamente fue a entregarme en bandeja de plata. ¡Entonces yo la cogí, eh! ¿Escuchaste, Dios?
¡Yo solo la cogí!

– ¡Bienvenida a la familia! – El señor Uckermann me acercó para un abrazo de oso. Casi vomito la bebida encima de él. ¿Familia? ¿A qué familia me estaba uniendo, y por qué demonios él estaba feliz con eso? – Estamos muy felices de conocerte. Mi esposa vendrá luego a celebrar con nosotros.

– ¿Hoy es su aniversario? – pregunté, sin más.

– ¡Y hasta tiene sentido del humor! – Le dio un codazo en las costillas a Christopher. – Tuviste muy buena suerte esta vez. Y, querida mía – se viró a mirarme otra vez –, qué increíble trabajo has hecho para GreenCom.

– Sí, es mi trabajo. – Asentí. – ¿Qué tiene que ver eso con la familia?

– ¡Allá está ella! – Una voz alta con claro acento sureño interrumpió mi confusión y expresión culpable de Christopher.

Una mujer con menos de un metro sesenta fue hacia mí. Tenía pelo rubio y usaba gafas de sol enormes. Si no estuviera usando ropa blanca, habría pensado que era abuela.

– ¡Hija mía!

– Creo que estoy confundido. – Susurró Christian, atrás de mí.

– Siempre he querido una hija. ¡Y ahora la tengo! ¡Ay, es la mejor noticia del año! Me ayudó a soportar ese viaje de avión horroroso. Ay, ¿a quién quiero engañar? Si tuviera un infarto mañana, me moriría feliz, sabiendo que nuestro hijo ha logrado estar con una mujer tan exitosa.

– ¿Quién se va a casar? – Preguntó Alfonso, inocente, mientras tomaba otro trago de su bebida.

– ¿Alguien se está muriendo? – Lo siguió Christian.

– ¡Un brindis! – Gritó el señor Uckermann. – ¡Por Christopher y Dulce!

Abuela apareció de la nada, como por arte de magia, cargando una bandeja de tragos.

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