Capítulo XXX Malentendidos y Cambios

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― Deberías llamarte Elena, me lo dijo mi hermana a penas le conté que habías llegado a este mundo. Ella y el Sr. Phillips, su esposo, heredero de todos los negocios de mi padre por ser mi hermana la mayor me persuadieron y me dieron las pistas, es una deshonra que mi hija no te ponga mi nombre. Si no te bautizan como deben voy a llamarte como quiera, ese será nuestro secreto pequeña preciosa, Elenita mía de mi corazón. ― dijo la Sra. Bennet a su nieta Victoria Darcy, mientras la sostenía en brazos y la miraba maravillada.

En verdad la llegada de esa niña la había calmado y la quería, a su modo como es de comprender, la entusiasmaba que una Darcy llevara su nombre y por sobre todas las cosas le interesaba que todo mundo se enterara de ello. Sobresalir en la fiesta de bautismo de los mellizos Darcy era de gran importancia para su minúsculo sentido de la razón. Se sabía que llegarían a Pemberley muchas personalidades influyentes y ella quería ser el comentario de toda la aristocracia de Inglaterra por esos meses, la Sra. Bennet se interesaba por sobresalir en ese estrato social al que no pertenecía.

― La desagradecida de mi hija te puso Victoria, ¡habrase visto!, elegir el nombre de la reina del país en lugar del nombre de su propia madre. ¡Qué espanto! ― continuó la Sra Bennet mientras la niña la seguía con la mirada atenta y movía sus labios queriendo copiarla― Entre tú y yo tenemos un pacto, te llamaré Elena y tú lo aceptarás feliz. Seremos inseparables, aunque tu madre haya sido una malcriada y me haya dado miles de malestares tú eres mi bendición pequeñita. ― espetó la Sra. Bennet convencida de sus comentarios, mientras le hacía arrumacos a la pequeña que la hacían sonreír y verse rozagante.

Lizzy desconocía sobre las intenciones de su madre y había dejado como excepción a su hija con su abuela ya que la esperaban en la iglesia para terminar de definir junto a Georgiana algunas cuestiones del bautismo. Esperaban al menos doscientos invitados a la ceremonia eclesiástica y a esa cantidad debían agregarse los curiosos del pueblo que llegarían sin dudas.

En las últimas semanas habían pasado varias cosas que la tenían preocupada como para pensar en las locuras que tramaba su madre. Por recomendación del médico habían separado a los mellizos, era un caso de mellizos incompatibles y si permanecían juntos ninguno descansaba. Cuando uno lloraba el otro dormía, cuando uno comía el otro quería brazos, cuando uno hacía sus necesidades el otro quería jugar, y así se la pasaban con casi tres meses de vida interrumpiéndose el uno al otro y presentándose incordiosos.

El doctor había recomendado que los separen de habitación para que cada uno haga una vida por separado, esa recomendación para las condiciones de vida de los Darcy no era para nada un impedimento y serviría para fomentar un mejor vínculo entre hermanos en el futuro y que Lizzy disfrute momentos con cada uno de ellos, hasta el momento cuando lo intentaba el otro niño demandaba algo y la interrumpía en su cometido.

La llegada de las visitas a Lizzy recién recuperada del embarazo y del parto comenzaban a ponerla intolerante, sobretodo por los comentarios continuos que intentaban indicarle cómo debía cuidar a sus hijos y cómo no debía hacerlo. Especialmente le resonaba un comentario de Lady Catherine de Bourgh, quien al poner el primer pie en Pemberley había corrido a conocer a los mellizos a la habitación y había visto como Lizzy amamantaba a la niña sin el mínimo decoro y con el mayor interés por hacerla sentir mal le había dicho:

―Te veo desarreglada, demacrada y muy flaca, no creo que así le gustes a mi sobrino y no es lo que se espera de la Sra. de la casa Darcy. Para eso les pagamos a los sirvientes, para que te distingas y no parezcas una de ellas querida mía.

Lizzy no había contestado a esos comentarios, había seguido en su tarea, pero, esperaba con ansias la llegada de su tía Gardiner, que demorada por los negocios del Sr. Gardiner seguía en Londres. Sabía que la mujer si tenía una ocupación y la compañía de su tía dejaría de importunarla a ella y con eso se consolaba, aunque hubiera querido decirle las más groseras porquerías a esa maldita y despreciable mujer.

Humildad y GratitudDonde viven las historias. Descúbrelo ahora