El cielo gris y las nubes precipitadas sobre la armada como imparables avalanchas de nieve en la larga noche. El viento salada los golpeaba con fuerza, gruñendo los aparejos contra la madera mientras frente a sus ojos se alzaba imponente el gran castillo de Dragonstone.
Poco a poco, el pequeño barco en el que iban se acercaba hasta el enorme acantilado de piedra, donde las olas golpeaban enfurecidas hasta estallar en millones de gotas perdidas en el mar salvaje.
La gruta a la cueva de los dragones estaba cerca, e incluso llegó a sentir su sangre cantar con el rastro de los dragones de Aegon.
Entre el vaivén estruendoso, el Príncipe se encontraba desprovisto de armadura, sin nada más que una camisa ligera color negro, pantalones de cuero, botas y su espada amarrada firmemente a su cintura.
Su compañía estaba formada por su guardia personal Ser Arthur Dayne y dos soldados altamente entrenados para esta situación.
Ser Barristan se había quedado del ataque por tierra mientras Viserys trataría con los arqueros.
- ¡Es aquí! - gritó el príncipe mientras la brisa silbaba en sus oídos.
Bajo la vista hasta el agua y luego la subió por la gran montaña. La costa no estaba muy lejos, tal y como lo recordaba.
- Detrás de mí y no se separen - ordenó Rhaegar Rotundo - ¡Respiren!
Los hombres asintieron y valientemente se arrojaron a las aguas. Frío fue lo primero que los golpeó, abrazando sus cuerpos con el mismo fervor que el fuego a la carne. Era poco lo que podía ver gracias a la carencia de luz solar.
Sin embargo, había estudiado la ruta por tantas horas que la conocía mejor que su propio cuerpo.
Apretó el aire en sus pulmones mientras era recibido por una enorme enorme entrara, lo suficientemente grande para que entrara un dragón tan grande como El terror negro.
Salieron de las aguas tan pronto como vieron el brillo de las paredes sobre su cabeza, tumbando sus cuerpos en la orilla tratando de recuperar la respiración, con la mirada fija en los cristales a su alrededor.
El lugar era enorme, lo suficientemente grande para tres dragones adultos, adornado con techo de cristal de dragón.
Ser Arthur fue el primero en incorporarse y ayudó a su príncipe a recuperarse de la falta de oxígeno.
Rhaegar soltó una carcajada, dejando que el agua se deslizara por su boca mientras su espada jurada lo seguía.
- las rocas brillan - Dijo Ser Arthur.
- Cristal de dragón - Respondió Rhaegar incorporándose.
Segundos después, rebuscaban entre las rocas la pequeña puerta de madera que alguna vez el príncipe había encontrado en sus aventuras de infancia.
Por un segundo, temió que quizás la entrada haya sido cubierta por las rocas que se desprenden durante las tormentas. El lugar estaba oscuro, únicamente iluminado por la luz filtrada a través del cristal. Era fácil observar a simple vista, así que comenzaron a usar las manos para palpar las paredes.