White Harbor
En la confluencia del viento y el agua, en el corazón del reino norteño, se alzaba majestuosa la ciudad blanca de White Harbor, joya resplandeciente en el diadema de los dominios septentrionales. Su visión era un espectáculo que arrancaba suspiros a los más avezados marinos y poetas, pues bajo el manto del sol, sus alabastrinos muros resplandecían, reflejando la luz como mil diamantes engastados en las orillas del reino de hielo y fuego.
Desde las altas atalayas, los vigías avizoraban el horizonte, oteando con ojos agudos los barcos que danzaban como aves marinas en las aguas danzantes del puerto. Las velas desplegadas como alas al viento, las proas orgullosas partiendo las olas, anunciaban el arribo de naciones distantes, cargadas con tesoros y exóticas mercancías que solo los confines del mundo conocido podían ofrecer.
En los estrechos callejones adoquinados, entre las casas con techos puntiagudos, resonaba el eco de lenguas extrañas y melodías lejanas, un caleidoscopio de sonidos que hablaban de tierras lejanas y culturas diversas. El aroma a salitre se entremezclaban con el de especias orientales y perfumes exóticos, llenando el aire con una fragancia que era un deleite para los sentidos.
El puerto, el latido mismo de White Harbor, era un ballet perpetuo de actividad febril. Barcos de todas las estirpes y tamaños se acercaban a los muelles, sus tripulantes desembarcando con una mezcla de fatiga y anticipación, mientras cargamentos de telas finas, gemas relucientes y especias aromáticas eran trasladados hacia los almacenes, para luego ser dispersados por los mercados de la ciudad y, a través de la red de caminos y rutas fluviales.
Bajo el disfraz de un hombre común, el príncipe heredero de la corona, portador de una carga que el mundo aún no estaba preparado para conocer, surcaba las calles adoquinadas de White Harbor. Su cabello, una cascada plateada que en otro tiempo hubiera sido objeto de admiración y envidia, ahora yacía oculto tras un velo de tinte terrenal, oscurecido y enmarañado, una armadura efímera ante los ojos del mundo.
Entre el tumulto de la vida cotidiana, nadie podía intuir la noble presencia que se movía con determinación entre mercaderes y comerciantes. La multitud, ajena al destino entrelazado con el suyo, le permitía pasar desapercibido, una sombra fugaz entre la maraña de destinos entrecruzados.
En la estela de su carrera desesperada, el príncipe heredero atravesó el umbral de la posada con la determinación de un hombre condenado a la encrucijada del destino. El aire impregnado con el aguijón del licor colisionó contra sus sentidos, envolviéndolo en una atmósfera densa de narraciones entrelazadas, de victorias y derrotas, de susurros de almas rotas y suspiros de aquellos que aún creían en la redención.
En aquel rincón oscuro y anónimo, donde los susurros de los parroquianos resonaban como ecos de un pasado olvidado, el príncipe comprendió que quizá no era el santuario idóneo para una mujer en cinta. Sin embargo, era el refugio más sólido que su fortuna desvanecida podía procurar. Las sombras de la posada se alzaron como una coraza protectora, velando por el secreto que los unía y resguardandolos de los juicios ajenos.
El propietario de la posada se acercó al príncipe con una factura, trazada torpemente a mano.
- Tu esposa dejó una marca imprevista en nuestras sábanas declaró con voz ronca, delineando la verdad con una franqueza que no admitía réplica - El servicio de lavandería no está incluido en el trato.
Rhaegar, hundió la mano en su bolsillo y extrajo un par de monedas y se las dio al hombre
-Espero que esto sea suficiente - manifestó con una serenidad que no dejaba espacio para la discusión.
El dueño de la posada aceptó el pago en silencio, ocultando las monedas en su bolsillo y se dirigió con paso decidido a separar a dos almas perdidas en la trifulca del alcohol. Mientras tanto, Rhaegar prosiguió su camino, ascendiendo por las escaleras hacia el segundo piso de la casa, aquel mismo refugio que los había cobijado la noche anterior de los acechantes soldados de la Casa Stark, cuyas sombras aún se cernían sobre ellos a lo largo y ancho del reino.