En cuanto abro los ojos y el dolor de cabeza típico de la resaca hace acto de presencia, me siento patético. Veintisiete años tengo, y no aguanto ni unas cuantas cervezas —aunque hay que decir que fueron bastantes—.
Lo primero que hago es coger el móvil para ver la hora, y tras darme cuenta de que son las once, suelto un gruñido. La verdad es que no tengo planes para hoy, pero no me gusta dormir tanto.
Puedo escuchar lo que parece el sonido de algún programa de dibujos animados, y frunzo el ceño. Se supone que Noah está en clase, aunque tampoco me extrañaría ver a algún otro miembro de mi familia mirando los dibujos. Me levanto con pesadez de la cama y me froto el pelo antes de buscar la goma con la que me lo suelo recoger para dormir por la cama. En cuanto la encuentro —casi siempre se me cae mientras duermo—, recojo mi pelo en una coleta improvisada, ya que tampoco es que me llegue todo el pelo para hacérmela.
Salgo de la habitación de Noah y, en el salón, veo al pequeño sentado delante de la televisión, completamente absorto por esta. Lleva un gorro de ducha en la cabeza y tiene un vaso de zumo en la mano, pero parece haberse olvidado completamente de que lo tiene, lo que apunta a que es probable que acabe en el suelo.
—¿Qué haces aquí? —le pregunto, y él se gira hacia mí, reparando en mi presencia—. ¿No tienes cole?
—Estoy malito —me contesta con tranquilidad, como si no le pareciera mal estar enfermo.
—¿Qué tienes? —le pregunto, porque como me haya contagiado algo voy apañado.
—Piojos —contesta, y me quiero morir.
Tiene piojos, y he dormido a su lado. Me cago en todo.
Ni siquiera me paro a decirle que los piojos no son una enfermedad —aunque puñeteros lo son un rato—, empiezo a estresarme porque no tengo nada de ganas de tener la cabeza infestada de piojos. Justo en ese momento Alice sale de su habitación y me mira.
—Te toca hacer de canguro —dice—. Yo me voy a trabajar.
Tendrá morro, la tía.
—¿No te has parado a pensar que a lo mejor tengo algo que hacer? —Me cruzo de brazos y la miro, desafiante.
La verdad es que tengo cero ganas de empezar una guerra verbal con Alice, pero molestarla siempre es divertido. Cuando era pequeña y le tomábamos el pelo, solía zanjar el asunto con un puñetazo —muy pacifista, ella—, pero con los años se ha vuelto menos violenta y más contestona, así que es divertido hacerla enfadar.
—Pues espero que no, porque con piojos tampoco irás muy lejos. —Jaque mate. Alice mil, Nate cero—. Ponte el producto ese que huele fatal en la cabeza y pasa un maravilloso día con tu hermano.
Eso último me lo dice con una sonrisa de suficiencia. Es la Smeed más malvada, eso no se lo quita nadie.
—Que vaya bien, querida —le contesto, imitando su sonrisa pero forzándola aún más, y ella me muestra el dedo corazón.
—Adiós, Noah —le dice a nuestro hermano—. Te quedarás con Nate hoy. Pórtate bien.
—Vale —dice él sin despegar la atención de la televisión.
Media hora más tarde estoy sentado al lado de Noah mirando una serie de dibujos —que, honestamente, comparada con las que veía yo de pequeño es una porquería—, con otro gorro de ducha en la cabeza y una taza de café en la mano. Vaya mierda de manera de empezar el día.
Ni siquiera es época de piojos, y eso me pone aún de más mal humor. A saber cómo los ha cogido este niño demente; es capaz de haberlos cogido expresamente —no sé cómo, pero expresamente— para no ir a la escuela. Tiene la inteligencia y la maldad de los Smeed, no hay que subestimarlo.
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Desarmando a Nate [Saga Smeed 4]
RomanceNate es atrevido, descarado e irremediablemente alocado. Tiene a hombres y mujeres comiendo de la palma de su mano, sabe cómo manipular a las personas. Pero con lo que no contaba es que encontraría a alguien aún peor que él.