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Desde la mañana siguiente, un domingo cualquiera, los días comienzan a parecerse mucho los unos a los otros. Trabajo en el dispensario con Milo y, cuando regreso al hotel, escribo en mi habitación. Ha pasado más de una semana cuando, después del trabajo, miro a mi alrededor y decido bajar a tomarme una cerveza con Rosé y los chicos al bar del hotel. Sin embargo, cuando estoy a punto de girar el picaporte de la puerta de mi cuarto, pienso en cómo me sentiría si me encontrara con Jennie, si ella quisiese hablar conmigo o, lo que es peor, si no quisiese. Es todo tan frustrante… y de forma inexplicable nunca deja de doler.

Un par de días después estoy subiendo la escalera como cada tarde camino de mi habitación. Hoy he regresado con retraso porque Milo ha tenido que marcharse y me ha pedido que hiciese yo el inventario. En los últimos días se ha ausentado varias veces y está de lo más misterioso. Creo que se trae algo entre manos, pero, a pesar de las aproximadamente mil doscientas setenta y tres veces que le he preguntado, no suelta prenda sobre qué.

Cuando alcanzo el pasillo de la segunda planta, sonrío al ver a Rosé sentada en el suelo con la espalda apoyada en mi puerta. Tiene su viejo Mac sobre los muslos y teclea frenética con un bolígrafo entre los dientes.

—¿Qué haces ahí? —pregunto acercándome a ella.

Rosé alza la cabeza y entorna los ojos.

—¿Tú qué crees que hago? —balbucea con el bolígrafo aún en la boca. Al darse cuenta de que me ha sido casi imposible entenderla, se lo quita malhumorada—. Te he dado dos semanas. Ya basta de estar escondida en este agujero.

—No estoy escondida en este agujero —me quejo metiendo la llave en la cerradura.

Giro y abro la puerta consiguiendo que Rosé, aún apoyada en la madera, esté a punto de caerse. Una sonrisilla de lo más impertinente se me escapa. Está bien reírse, aunque sea de las desgracias de Rosé. De todas formas, ella siempre se ríe de las mías.

—¿Cuándo fue la última vez que bajaste a tomarte una cerveza? —pregunta mi amiga levantándose con el portátil en las manos.

Quince días, doce horas e imagino que un par de minutos, porque hace catorce días, diecisiete horas e imagino que un par de minutos desde la última vez que vi a Jennie.

—No… no lo sé —respondo encogiéndome de hombros.

Rosé bufa sin ninguna intención de disimular que no me cree.

—Has contado hasta los minutos —sentencia riéndose claramente de mí.

—Rosé —protesto adentrándome en la estancia.

—Vamos, Lisa —replica mientras empuja su mochila de una patada hacia el interior y cierra la puerta—. Necesitas salir y distraerte.

—No lo necesito.

No estoy tan mal y esta especie de hibernación ha sido más por motivos laborales que sentimentales. «Eso no te lo crees ni tú.» Voz de mi conciencia, muérete.

—¿Y qué piensas hacer, quedarte aquí llorando por Jennie? ¿No tendrás alguna de sus camisetas escondida por aquí y la hueles hasta quedarte dormida?

—¿Por qué? ¿Quieres olerla tú también?

Rosé me dedica su peor mohín y yo vuelvo a sonreír impertinente.

—Estoy bien —repito de forma mecánica y hasta cierto punto displicente—. Tú y tu latente problema de alcoholismo podéis marcharos tranquilos al bar.

—Soy periodista —replica fingidamente seria cruzándose de brazos, como si eso le diera carta blanca para encerrarse en una destilería de Jack Daniel’s y tirar la llave.

Color Naranja - JenlisaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora