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—¿Srebrenica? —repito en un murmullo.

Trago saliva. Noticias de prensa y televisión acuden a mi mente, pero no consigo recordar nada en concreto de esa ciudad.

—En 1995 trabajaba en Sarajevo cubriendo la guerra entre los serbios y los bosnios. Ni siquiera recuerdo por qué, pero decidí que sería una gran noticia ir a las zonas protegidas por la ONU al oeste del país, la zona serbia, para escribir un artículo acerca de cómo vivían los bosnios en aquellos lugares y el trabajo que hacían los cascos azules para protegerlos. Entonces todavía pensaba que hacíamos algo por ellos —recuerda mordaz y triste, demasiado triste—. Llegué el 9 de julio. Hacía un calor asfixiante. No sé qué coño esperaba encontrar, pero desde luego no lo que vi. Había unas treinta mil personas, hombres, mujeres y niños, viviendo en condiciones infrahumanas. Casi no tenían qué comer y mucho menos cosas fundamentales como medicamentos.

Jennie se agarra de nuevo a la barandilla. Algo me dice que no quiere tener que recordar, pero también que, por mucho que se esfuerce, nunca conseguirá olvidarlo.

—A unos seis kilómetros estaba la base holandesa de Cascos Azules que en teoría los protegía. Después de una hora en el campamento, me presenté en el destacamento y pedí explicaciones. La mayoría de los soldados me decían que no podían hacer nada y el alto mando ni siquiera quiso verme. Conseguí que me dejaran quedar en la base con dos o tres periodistas más y decidí escribir un artículo denunciando la situación en la que estaba esa pobre gente. Traté de hablar con todo el que conocía en Sarajevo: otros militares, la Cruz Roja… para poder ayudarlos, pero nada llegó a tiempo.

El arrepentimiento se hace aún más cristalino en su voz.

—Dos días después, estaba caminando hacia Srebrenica desde la base cuando un par de camiones llenos de soldados estuvieron a punto de atropellarme. Pensé que eran gente de la ONU, pero en ese mismo segundo me di cuenta de que eran tropas serbias. Corrí hacia la ciudad. Cuando llegué, el silencio era ensordecedor. Recuerdo ese maldito silencio todos los días, Lisa —sentencia furiosa, con la voz tomada por la rabia—. Los refugiados que había por la calle estaban tan asustados que ni siquiera fueron capaces de salir corriendo cuando vieron a los soldados serbios. Unos minutos después llegaron los holandeses y, en vez de echarlos a patadas, se pusieron a hablar con ellos. Mladic, el jefe del Ejército serbobosnio y un maldito carnicero, salió de un jeep todo sonrisas y empezó a charlar tranquilamente con ellos, incluso se permitió acariciarle el pelo a uno de los niños refugiados. No iban a matar a nadie. Sólo pretendían tomar la ciudad de forma pacífica.

Jennie agarra la barandilla con más fuerza, con más rabia.

—Esa misma noche y durante los diez días siguientes, mataron a ocho mil refugiados, hombres y niños, y deportaron a miles de mujeres y niñas. Algunos huyeron al bosque, pero no tardaron en encontrarlos y asesinarlos. Muchos de ellos llegaron a la base desesperados, pidiendo ayuda, pero los holandeses les dijeron que no podían hacer nada por ellos, que ellos eran fuerzas de paz y sólo podían atacar si eran atacados, nunca para defender a terceras personas, y simplemente los dejaron a su suerte. Sabían lo que pasaba y no sólo no hicieron nada por impedirlo, sino que ni siquiera dieron la voz de alarma.

Suelta la barandilla impotente a la vez que resopla y se pasa las dos manos por el pelo.

—Intentaba ayudar, pero ni siquiera sabía cómo. —Trata de justificarse, pero no lo hace conmigo, sino consigo misma—. Los serbios me devolvieron a la base a patadas, perdonándome la vida sólo por ser norteamericana. Era probable que no supieran que era periodista, aunque una parte de mí sigue pensando que lo sabían y me dejaron ver todo aquello porque estaban más que orgullosos y querían darlo a conocer al mundo. El 21 de julio, los Cascos Azules recibieron la orden de dejar el sitio y, mientras los soldados llenaban los camiones, el alto mando holandés, Thomas Karremans, brindaba con Mladic por la toma de Srebrenica. Brindó con ese hijo de puta —repite como si, a pesar de ver esa imagen en su cabeza todos los días, no fuese capaz de creérsela—, el mismo cabrón que acarició la cara de aquel crío. Por Dios, no debía de tener más de siete años y después mandó que le pegaran un tiro sólo por ser bosnio. —Su voz suena entrecortada, pero no es por la tristeza, sino por la rabia.

Color Naranja - JenlisaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora