·Epílogo·

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Recuerdo lo nerviosa que estaba el día que cogí un avión a los Balcanes por primera vez. Estaba aterrada y al mismo tiempo tenía clarísimo que era lo que quería. Recuerdo cómo me sentí saliendo a escondidas de mi casa en plena madrugada, cuando pisé el aeropuerto de Dubrovnik. Recuerdo los nervios, la impaciencia, la ilusión de hacer exactamente lo que deseaba hacer.

Acelero el ritmo. Giro por la 39 y cruzo el paso de peatones de la Octava Avenida. Corro más fuerte. Alone de Alan Walker suena a todo volumen en mis cascos.

Recuerdo cuando todo terminó en Srebrenica y conseguí salir de allí. Recuerdo mis pies pesados. La tierra y la sangre pegadas a mi piel. El olor a lluvia, aunque ni siquiera había llovido. Recuerdo la rabia colapsándolo todo. Recuerdo que no era capaz de pensar.

Esquivo a un par de japoneses haciendo fotos de la biblioteca y al fin llego hasta mi edificio. John, el portero, me abre y me saluda profesional con el mismo gesto de gorra de siempre. En el ascensor, estoy acelerada. He corrido hasta que me han ardido las piernas y, aun así, la tengo más dura que en toda mi maldita vida. Bueno, los días en Kosovo antes de que me presentara en la habitación de Lisa se parecieron bastante, concretamente el día que lo hice. Creí que iba a volverme loca. Sólo podía pensar en tocarla… como ahora.

Salgo del ascensor, recorro el pasillo color crema y marco el código en la discreta consola sobre el pomo de la puerta.

Muñeca, ya estoy en casa y pienso echarte el polvo de tu vida.

Al cerrar la puerta, mis ojos vuelan hacia la valla blanca pintada sobre el pasillo del recibidor y de forma involuntaria sonrío.

Vivimos en el centro de Manhattan. Es complicado encontrar casas con vallas blancas por aquí, pero le prometí que le daría todo lo que quisiese y, si eso incluye pintar toda una pared de nuestro ático de lujo con vistas a Bryant Park, la decisión está clara.

Kuma se acerca corriendo y choca contra mis piernas. Me agacho, cojo a nuestro cachorro y lo hago rabiar mientras avanzo por el pasillo. Oficialmente es el perro de Lisa y yo lo odio por comerse mis zapatillas de la suerte, pero extraoficialmente me gusta esta bola de pelo.

Oigo ruidos en el estudio y mi atención vuela de nuevo a ella. Siempre a ella. A veces ni siquiera sé cómo consigo concentrarme lo suficiente como para dirigir toda la sección de Internacional de The New York Times.

Tengo que convencerla para que sea mi secretaria o, por lo menos, para que acepte trabajar en mi despacho. Poder follármela sobre mi mesa cada mañana. Eso sí que sería ir motivada a la oficina. Además, ella podría vestirse como una de esas secretarias con pinta de pin-up, los labios rojos, medias con costura… Joder, estoy perdiendo los putos papeles.

Dejo al perro en el suelo y voy hasta el despacho. La veo de pie, junto a la mesa, muy concentrada revisando unos papeles.

Recuerdo cuando la vi por primera vez. Recuerdo cómo todo lo que me hace sentir me golpeó de improviso, sin avisar. No valió ninguna coraza ni tampoco los trece años que llevaba perdida. La vi y algo cambió. Yo cambié. Mi mundo quedó patas arriba desde la primera vez que oí su voz.

La recorro de arriba abajo con la mirada y mis ojos se posan de inmediato en su pijama. Llevo fantaseando con la idea de quitarle esos pantaloncitos morados veinte putas manzanas. Camino hasta ella, atrapo su preciosa cara entre mis manos y la beso con fuerza.

Joder, besarla es lo mejor de este maldito universo.

—Jennie —gime contra mis labios sorprendida, pero no deja de besarme.

Quiere esto tanto como yo. Por eso se nos da tan increíblemente bien, porque ninguna de las dos puede sacárselo de la cabeza en todo el condenado día.

Color Naranja - JenlisaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora