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Sus palabras me derriten por dentro y consiguen que un centenar de mariposas se despierten en mi estómago. Sin saber cómo, me lleno de valentía, alzo la mirada y me dejo atrapar por sus ojos, que ya me esperaban.

Jennie sonríe de nuevo. Sus ojos azules, fríos y peligrosos, pero también llenos de una sensualidad desbordante, me desmontan y no me dejan pensar en otra cosa que no sea ella. Su sonrisa se ensancha de forma fugaz, como si supiera exactamente lo que provoca en mí, y, sin más, se levanta y se marcha.

Yo me quedo sentada, observándola, incapaz de mover un músculo. Me siento igual que la primera vez que nos encontramos en Bryant Park, por completo en su red, absolutamente seducida. Tardo más de lo que me gustaría admitir en recuperar el control sobre mi cuerpo tembloroso, coger mi café y regresar al hotel.

Me paso toda la mañana trabajando. Hasta que tenga un tema concreto sobre el que escribir, haré una especie de diario con todo lo que me está pasando estos días. En contra de mi voluntad, Jennie se ha convertido en la principal protagonista de la mayoría de mis frases. Prefiero no darle mucha importancia. Sólo llevo aquí un día y en gran parte lo he pasado con ella.

Si dentro de una semana sigo así, empezaré a preocuparme.

Paro sólo para comer algo. Me siento muy orgullosa cuando consigo llegar al restaurante adonde Rosé me llevo ayer y regresar sin tener que pedir una sola indicación. Sin embargo, a última hora de la tarde, el bar del hotel comienza a llenarse de periodistas que regresan de cubrir sus noticias o hacer sus directos y de militares en busca de un momento de relax tras el cambio de turno. Pronto el ruido de los murmullos y las risas se hace constante y me es imposible concentrarme. Guardo el portátil y el archivador en mi mochila y decido tomarme un descanso. Me acerco a la barra y, tras apoyar todos mis bártulos en ella, me pido una cerveza helada. Distraída, miro a mi alrededor y descubro una puerta de cristal y hierro forjado a un lado de la sala. No había reparado en ella antes.

—Perdona —llamo la atención del camarero—. ¿Adónde da esa puerta? —pregunto señalándola.

—A la terraza —responde.

—¿A la terraza? —inquiero a mi vez.

No sabía que hubiese una.

—Ya casi nadie la usa —me informa—. Durante la guerra se prohibió salir, era demasiado peligroso, y ahora parece que todos se han olvidado de que está allí.

Sonrío agradeciéndole la información y vuelvo a perder mi mirada en la puerta. Apuesto a que es un sitio fantástico. Sin dudarlo, cojo mi cerveza y mi mochila y un par de segundos después estoy empujando, curiosa, la puerta en cuestión. Con el primer paso que doy hacia el exterior, una suave brisa me recibe. Avanzo un poco más y enseguida un cuidado y frondoso jardín que rodea toda la terraza llama mi atención. Lo sigo con la mirada y sonrío al comprobar cómo se une al musgo que sube por la fachada y la viste casi por completo.

Sólo hay dos mesas pequeñas y redondas con dos sillas a juego cada una. También son de hierro, con las patas llenas de arabescos. Me recuerda al adorno labrado de la llave de la habitación. Son viejas, pero están impecables. Puede que ya nadie use la terraza, pero resulta obvio que la limpian de modo minucioso cada día.

Me acomodo en una de las sillas y vuelvo a sacar el portátil. Este sitio es realmente tranquilo. Justo lo que necesito para poder seguir trabajando. Apenas llevo quince minutos haciéndolo cuando oigo pasos acercarse. Alzo la cabeza dispuesta a asesinar con la mirada a quien me interrumpa, pero mi visión fulminante, de forma involuntaria, se transforma en una sonrisa de lo más boba cuando veo entrar a Jennie.

Está concentrada revisando los papeles que lleva entre las manos y no repara en mí. Mi sonrisa se ensancha cuando la observo vocalizar, sin emitir sonido alguno, las palabras que va leyendo.

Color Naranja - JenlisaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora