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Nos pasamos el resto de la noche hablando. Jennie no esquiva una sola pregunta. Charlamos de mi familia, de la suya, de su relación con Jisoo, de Nueva York, de Pristina. Me cuenta la historia del señor Ademi, el recepcionista del hotel. Perdió a su mujer y a sus dos hijos al principio de la guerra y desde entonces convirtió el hotel en todo su mundo, luchando porque allí todo siguiese igual que antes del conflicto… la música, el servicio, incluso las lámparas de araña. Intentaron convencerlo de que las quitara cuando los bombardeos se recrudecieron, pero se negó en redondo. Quiere que ese hotel sea como un oasis, algo que le haga creer a él, a Milo, que por un momento las cosas ahí fuera siguen siendo como eran antes. También hablamos de Rosé, de Owen, de las decenas y decenas de chicas que han pasado por su vida. Ese tema me enfada un poco, sobre todo cuando me veo obligada a confesar que por la mía sólo han pasado tres chicas y a Jennie le parece un número escandalosamente alto.

—¿Querías que hubiese estado metida en una urna de cristal hasta que te conocí? —me quejo golpeándola en el hombro.

Jennie se deja caer de espaldas en la cama y me acomoda contra su pecho.

—No hubiera estado mal.

—Tú te has acostado con algo así como un millón de mujeres.

—Es probable que sean más —replica impertinente.

Yo me revuelvo y la golpeo de nuevo en el hombro a la vez que intento levantarme. Sin embargo, Jennie es más rápida y vuelve a atraparme, colocándose sobre mí y sujetando mis muñecas contra el colchón.

—Un millón de chicas y tuvo que volverme loca la más testaruda e impertinente de todas.

—No tanto como usted, señora Kim —protesto.

—¿Sabes lo complicado que me lo pusiste? —me pregunta con una sonrisa canalla en los labios.

Frunzo el ceño confusa. ¿A qué se refiere?

—Todas las mañanas me metía un condón en el bolsillo convencida de que no podría resistir más y acabaría follándote contra la primera pared que viese. Aguanté seis malditos días. Me merezco un puto trofeo.

—Tú tampoco me lo pusiste fácil a mí —replico luchando por disimular la sonrisa de tonta enamorada que amenaza con partirme la cara en dos.

—Eso forma parte de mi encanto —sentencia dejándose caer de nuevo sobre mí.

—Engreída —replico.

—Cría —contraataca.

—Fea.

Jennie sonríe.

¿A quién pretendo engañar? Ni siquiera un grupo de hombres gays con chapas de «Solo me gustan los hombres» podría decir que es fea.

—Me gusta estar contigo, muñeca —susurra.

En ese instante recuerdo cuando pronuncié esa misma frase en mi cama, en Pristina. Han pasado muchas cosas desde entonces.

—A mí también me gusta estar contigo.

Su sonrisa se ensancha y, despacio, comienza a besarme el cuello, demorándose perversamente en cada rincón.

—¿Y dónde va a gustarnos estar juntas? —inquiero humedeciéndome el labio inferior discreta y fugaz. Esto se le da realmente bien—. ¿Pristina? ¿Nueva York? ¿Una aldea perdida al norte de Laponia?

Jennie sonríe contra mi piel y se incorpora hasta que volvemos a estar frente a frente.

—La idea de la aldea perdida al norte de Laponia suena muy tentadora —bromea alargando de forma lasciva la palabra muy—, pero no estoy segura. Todavía no sé dónde está mi hogar.

Color Naranja - JenlisaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora