Trilogía Lux in Tenebris (I)
A pesar de los años llenos de fama y dinero, Taehyung siempre ha pensado en aquella niña de ojos azules que robó su corazón desde el primer momento en que la vio. Nunca dejó de amarla a lo lejos.
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«No vuelvas a asustarme así»
Estoy caminando sin rumbo por este bosque infinito sin saber en dónde va a parar. No sé cuánto tiempo llevo perdido, solo sé que me duelen los pies y en cualquier momento voy a dejar de tratar de buscar la salida. Me pregunto si estoy despierto, si de verdad estoy tocando las pequeñas hojas entre mis dedos o si me encuentro en lo más profundo de mi subconsciente.
A tan solo segundos de darme por vencido, escucho un par de risas que llenan mis oídos. Aprecio a las aves de múltiples colores en los árboles empezar a volar hacia el sonido, y no tardo en mover los pies rápidamente para seguirlas. Deben de saber a dónde ir, deben de tener claro cuál es la salida de este lugar inmenso que me ahoga a pesar de ser hermoso.
Me escondo detrás de un manzano cuando me topo con dos personas. Una de ellas es un adulto junto a un niño, pero no puedo verle el rostro al hombre gracias a estar de espaldas. No puedo evitar sonreír al posar mis ojos sobre el pequeño, quien no deja de reír mientras juega con el pequeño ukelele entre sus manos. Estoy tan concentrado en la dulce melodía que sus dedos producen al tocar las cuerdas que no me percato de sus perfectas facciones.
Quiero retener un jadeo cuando veo el color de sus ojos. Son azules, como el océano, y brillan llenos de una alegría que hace mucho no había visto. Sus largas pestañas besan el comienzo de sus mejillas cada vez que parpadea, y sus rosados labios forman un perfecto corazón que se expande ante su sonrisa. Es adorable, es hermoso. Irradia luz y estoy seguro que nunca posé mi mirada en un pequeño ser tan lleno de energía.
La forma en que frunce la nariz cuando sonríe me hace recordar a mí cuando era pequeño. Mi padre siempre decía que tenía las muecas más inesperadas, y ver como este niño de por lo menos seis años parece revelar una por una sin siquiera pedírselo me hace pensar en esos momentos en mi infancia en los que caminaba alrededor de la sala con mi propio ukelele.
—¡Ahora tú! —le dice él a quien supongo es su padre.
Me encantaría pedirles ayuda, pero no quiero interrumpir tan preciado momento. Me sorprendo a mí mismo al no haber notado sus rasgos físicos más allá de la superficie. Es como yo, un pequeño niño con solamente un monolido. Mi sonrisa crece cuando su padre toma el instrumento de cuerdas entre sus manos.
—¿La misma canción?
—Sí —asiente el niño rápidamente veces. El pequeño mira a su alrededor y empieza a aplaudir al ver la gigantesca cantidad de pájaros posados en las ramas de los árboles —. ¡Mira! ¡Lo han hecho otra vez!
—¿Qué cosa, mochi?
Siento que mi corazón se oprime cuando el hombre lo llama de aquella manera. No puedo evitar pensar en mi padre biológico, y cómo él solía llamarme así cuando era pequeño. Recuerdo también sentarnos afuera de nuestro hogar juntos a cantar por lo que parecían horas. Horas en las que fui la persona más feliz del mundo.