Salir de casa

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Salir de casa al mundo como adulto, recayendo todas las responsabilidades sobre ti, asusta. Asusta mucho, incluso me atrevería a decir que acojona.

Allí estaba yo, viajando a través de la España Vacía hacia la capital. A poner en práctica, lo que se suponía que era todo mi conocimiento, a estudiar en la universidad.

Me dolía la barriga. Me dolía de cagarme, de que en cualquier momento, si ventoseaba, me iba a cagar. Pero no era de enfermedad, era de nerviosismo. Me pasaba a menudo cuando salía de mi zona de confort, que, dicho sea de paso, me recalcaban constantemente que era demasiado pequeña y que necesitaba salir de ahí. Por eso mismo mi madre y mi hermana me prohibieron echar la matrícula de la universidad en la UMA, en Murcia, mi tierra. Me obligaron a echarla en Madrid porque, y repito textualemente, era "una oportunidad única de formarte con los mejores, con los mejores medios y de paso, sales de tu zona de confort y ves mundo". Me siento extraño e incomprendido constantemente, algo estaré haciendo mal, pero no soy capaz de conseguir lo que me exigen.

Me acerco al asiento del copiloto, donde va sentada mi hermana Bea.

- Bea, por favor, te lo imploro. Convence a mamá de que dé la vuelta.- le suplico.

Ella se gira con una mirada perversa.

- De eso nada, hermanito. Que quiero ver Madrid.

Me hundí en mi asiento. Sin energía, sin ganas, triste y a la vez nervioso. Sin darme cuenta, eché una cabezada. Una cabezada que a mí me pareció una cabezada corta, realmente no lo fue porque me despierta Bea gritando de forma exagerada.

Abrí los ojos y la luz me cegó.

- ¡Fla, Fla! ¡Mira!- me grita ahora mi hermana, directamente a mí.

Miré por la ventana, por el pequeño espacio que habían dejado todas mis cosas. Edificios altos. Aceras llenas. Tráfico denso. Como cualquier otra ciudad, pero diferente. Era como a lo grande. Y yo me sentía pequeño, una hormiga más entre las miles de millones que se empujaban y seguían sus caminos. Me sentía una hormiga más, pero una horima llegada de otro hormiguero. Me sentía extraño. Sentía que esta ciudad, me iba a superar. No me sentía preparado para esta nueva etapa de mi vida.

- Voy a aparcar en este parking, que dice que es el más cercano a tu residencia. Y vamos a comer algo.- me dijo mi madre mientras yo solo miraba la vida de la ciudad como si fuera hipnótico, como si fuera algo de otro mundo.

El parking era de pago, y no de los baratos. No me parecía justo, que encima de hacer gasto en casa, un gasto innecesario, tuviera que pagar el excesivo precio del parking.

Bajamos mi maleta y mis bolsas entre los tres y no caminamos mucho hasta la residencia. La puerta estaba en un callejón, como escondida, pero dentro era mucho mejor de lo que se esperaba desde fuera.

Nos acercamos a la recepción, dejando las bolsas en el suelo, y mi madre se dispuso a hablar ella. Mi hermana carraspeó.

- Mamá, que Flavio ya es mayorcito, déjalo a él.- le dijo Bea.

Mi madre tardó unos segundos en entender lo que mi hermana pretendía decirle.

- Ah, sí. Por supuesto. Toma el resguardo de la domiciliación, Flavio.- dijo y llamó para que nos atendieran.

Me dejaron solo frente al peligro. Esto no se lo iba a perdonar a mi hermana. Un señor muy falto de pelo en su cuero cabelludo y con camisa azul oscura, se presentó delante nuestra. Sus ojos parecían amables, o lo que se podía intuir de ellos a través de sus gruesas gafas de alambre.

- Buenos días, para ingresar, ¿no es así?- me preguntó.

Le miré unos segundos, estaba bloqueado. ¿Cómo podía estar bloqueado?

Paralelas | FlaviardDonde viven las historias. Descúbrelo ahora