51. El yin y el yang

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Me aparto lentamente, sabiendo que en algún momento esto tiene que acabar. No puede ser eterno.

—¿Por qué no me lo contaste? —exijo saber.

—Ya te lo dije, para que no le dieras importancia.

Me separo más, colocándome a una distancia normal, y le miro con tristeza.

—¿No tienes confianza conmigo? —me lanzo con la pregunta. Es lo que me dijo Eliana. Yo sí confío en él, para muchas cosas, sin embargo, la visión de Eliana me ha hecho darme cuenta de que quizá el sentimiento no es recíproco.

—Claro que sí.

Arqueo una ceja. No me lo creo demasiado, y oculto mi decepción.

—Sabías que te estaba ocurriendo y viniste al baño tú solo —le regaño—. ¿Por qué no pediste ayuda?

—Sé cómo reaccionar. —Me pone una mano sobre el hombro—. Solo dura un momento, luego se me pasa.

Resoplo y me pongo de pie al mismo tiempo que él. Analizo sus movimientos para comprobar que está recuperado al cien por cien. No parece mareado ni tiene dificultad para respirar. Todo vuelve a la normalidad.

—Eres un irresponsable —declaro.

—Oye... —Sonríe. Se atreve a sonreír—. Estaba controlado.

—Lo dudo —digo, recordando cómo lo encontré—. Si te encuentras mal, no te alejes de todo el mundo. Avísame. Quiero ayudarte.

Le lanzo la sudadera y la atrapa en el aire. Cojo un poco de papel higiénico para secar los pequeños charcos de agua que se han formado en el suelo. Él retira la bolsa del lavabo y la lanza a la papelera como si de un balón de baloncesto de tratase. Entra sin mayor dificultad. También coge papel y seca las gotitas salpicadas por el espejo.

—Creo que tengo que ir a cambiarme de camiseta. —Se mira en el espejo, después alborota su pelo—. Y a secarme el pelo.

Le miro a través del espejo, ocultando una sonrisa.

—Voy a buscar tus cosas, y las mías, porque te acompaño —declaro, no dispuesta a aceptar una negativa.

Entro en clase, con sigilo, sintiéndome observada. Recojo mi ordenador, el suyo, me cuelgo mi bolso al hombro y cojo su mochila con la otra mano. Probablemente saben que algo ha ocurrido, así que me siento menos culpable por abandonar la clase a la vista de todos. Regreso al pasillo, y ahí está como un cachorrito mojado. Siento el impulso de compartir mi comparación con él, pero me callo y sonrío mentalmente.

—Pasamos más tiempo fuera de clase que dentro.

—Díselo al señor Padezcoproblemasdelcorazónynodigonadasobreello.

—Stella... —Se ríe—. Tampoco me estoy muriendo. Esto es más común de lo que piensas.

—Me da igual lo común que sea —protesto—. Casi me da un infarto a mí. Y, que sepas que todavía tengo preguntas que hacerte.

—Me haces la entrevista después.

Abandonamos el recinto del campus universitario y andamos por la calle hasta que llegamos a su piso. No sé cómo me las ingenio, pero siempre acabo aquí, entre estas paredes blancas con decoración minimalista. Dejo mi bolso sobre el sofá, detrás de él, y me siento. Va a su habitación, imagino que para ponerse una camiseta seca. Yo me quedo aquí sentada buscando información en internet. Aquí dice que los síntomas más comunes la agitación en los latidos y el pecho, dolor en el pecho, dificultad para respirar, mareos, sudoración, desmayos... ¡Desmayos! Podría haberse desmayado allí y nadie se hubiera enterado, al menos hasta que alguien saliera de clase para ir al baño. ¿Qué habría hecho si se hubiera desmayado? ¿Habría estado preparada emocionalmente para una escena así?

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