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—Hola pequeñín.

Gabriel se muerde la lengua y se reprende por haber usado ese tono pueril de nuevo. Se agacha frente al pequeño animal oscuro y del tamaño de un zorro adulto y reprime el impulso se alzar su mano hacia el hocico del pequeño lobo y acariciar su pelaje brilloso. A veces se le olvida que esa cosita tierna que parece un cachorro en busca de atención es su amigo Ángel, pero es que es tan bonito siendo pequeño como aterrador cuando es grande, así que no se culpa por querer ponerle ropita de perro y comprarle una pelota de goma.

El animal se sienta en frente suyo, girando la cabeza con un poco de confusión y poniendo las orejas totalmente puntiagudas, como antenas pretendiendo captar alguna transmisión.

—¿Has visto algo esta vez? —pregunta con el corazón acelerándose, es la segunda ronda de Ángel, lo que significa que lleva ya una hora merodeando el cementerio. La primera vez negó y ahora está nervioso por saber si hará lo mismo o asentirá porque ambas respuestas le preocupan.

El animal emite un pequeño ruido agudo, como de lástima, después sacude la cabeza de lado a lado, el largo hocico va de derecha a izquierda, coronado por la nariz húmeda.

—¿Nada? Es extraño... —suspira el chico, apoyándose en un árbol y metiendo las manos en sus bolsillos. —Román ha venido hace un cuarto de hora, él dice que tampoco ve nada. Hemos acordados que haréis dos rondas más cada uno y si no hay nada nos reuniremos aquí ¿Si?

El animal se pone se pie, menea su cola un poco y después su cabeza, aunque con un movimiento algo mecánico.

—Aunque sería muy raro si nadie encuentra nada... —Gabriel muere su labio y se sienta en el suelo, haciendo crujir las hojas bajo su peso, después lleva la mirada más allá del lobo, a las lápidas. El lugar está desierto.

El lobo se le acerca un poco más, apoya sus patas acolchadas en su regazo y se estira hasta que llega con el hocico al pecho de Gabriel, ahí olisquea los prismáticos que lleva colgados del cuello y después lo mira con sus ojos caninos. Cuando es humano si mirada es clara, pero, aunque él sea inocente, sus ojos no dicen lo mismo, parecen un mar enturbiado y aunque es brillante, no tiene su pupila el candor de su voz; tiene los ojos llenos de cosas horribles que ha visto, hechas ahora cicatriz, hechas gestos, miradas furtivas, pestañeos dolidos. Sin embargo, cuando es un lobo, tiene los ojos oscuros y húmedos de un mamífero bobo y gracioso, como aceitunas. Parece una mirada llana y superficial de una criatura que no entiende demasiado y que, por ello, no sufre demasiado.

Gabriel sabe que es solo una ilusión, el efecto de ver solo la parte animal del chico, pero le gusta pensar que cuando es un lobo Ángel es realmente ajeno a todo lo que ha sufrido en su vida humana.

El animal golpea los binoculares de nuevo con el hocico, bufando.

—Oh, perdona... Sí, he estado observando con ellos la tumba donde se supone que está el antídoto, pero... Pero nada. No hay nada, es realmente raro. Quizá no esté el antídoto ahí o quizá... Ah, da igual, es mejor seguir observando que no especular. Puedes ir, Román vendrá en quince minutos.

El pequeño animal asiente y baja del regazo del chico, dándose la espalda al saltar, no obstante, gira su cabeza para mirarlo antes de irse. Ve a Gabriel apoyado en el árbol con el ceño fruncido y el cabello despeinado de tanto pasar sus manos nerviosamente por él, tiene los labios rojos de tanto mordisqueárselos y bolsas marcadas bajo los ojos. Luce triste y enfadado, incapaz de entender la situación.

Inmor(t)al [En Amazon] (Yaoi)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora