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La veo mientras sigue las instrucciones de la doctora. Tiene el cabello recogido en un moño alto, va usando un traje de baño entero de color negro y sus hombros están rojos donde le pega el sol. No lleva puestos sus lentes, estos reposan en una silla junto a su toalla y bolso de vestuario. No se da cuenta de que estoy aquí y para no distraerla me siento en un banco techado junto al borde. 

Lleva un par de semanas asistiendo a esto de las terapias en el agua, pero yo no había podido venir a verla. Entre el gimnasio, el psicólogo, las visitas a Chris y los recados que siempre estoy haciendo para los Brown, casi no me queda tiempo de nada. Pero Kat va a pasar el fin de semana con su abuelo y si no alcanzaba a verla al menos una vez antes de irse me volvería loco.

Hay barras instaladas en el fondo de la piscina para que se sujete, igual que una especie de bicicleta fija sin ruedas en que todavía no la he visto, pero que me parece jodidamente difícil de utilizar incluso por mí.

—Más alto—sigue diciendo la doctora, que marca el tiempo en el cronómetro colgando en su cuello—. Sube las rodillas al nivel de la cadera, vamos.

Lo intenta. Quiero decir, lo está haciendo, pero se ve que le cuesta muchísimo. La determinación en sus ojos a seguir intentándolo me enorgullece y al mismo tiempo me la pone dura.

Le dan un mínimo de tiempo para que se recupere antes de indicarle que es momento de subirse a la bicicleta. Observo en contra de mi voluntad cómo el chico sin camisa que está en la piscina y que tanto me he concentrado en ignorar la toma de una mano y la cintura, ayudándola a patalear para llegar a la bici.

Vale. Está bien. Es perfectamente normal. Hola, estudiante de último año de medicina.

Empiezan otra vez a marcarle el tiempo. Kat se aferra a los manubrios con fuerza y primero no pasa nada, pero después sus pies empiezan a mover los pedales. Sonrío orgulloso, emocionado, perdidamente enamorado.

—Muy bien, sigue así, lo estás haciendo muy bien—le animan.

—Agh, maldita sea—se queja Kat pero continua pedaleando. Yo me echo a reir.

Pero todo mi buen humor se evapora cuando este sujeto, que ya he mencionado que va sin camisa y está muy cerca de mi Kat, coloca una mano peligrosamente cerca de su espalda baja.

Arrugo la cara.

—No te balancees—dice—. Así, muy bien.

Me pongo de pie, pero me vuelvo a sentar. Está ayudándola, Harry. No seas un cabrón.

Así que me aguanto. Observo otros veinte minutos de terapia donde este sujeto no le quita la mano de encima. Cuando dan por terminada la sesión, me levanto y como rayo llego hasta ella.

—Hola, sirenita—le saludo desde cerca. Kat usa las barras para darse apoyo hasta que llega al borde y cruza los brazos en la cerámica junto a mis pies. Se nota que está agotada, pero aun así me sonríe.

Una de las cosas que tanto me gustan de ella es lo mucho que le gusto yo.

Me agacho para estar más cerca—. Estuviste increíble.

—¿Me viste? Estoy que caigo desmayada.

Voy a contestar, pero en esas llega Señor Sin Camisa –vale, ya sé que está en una piscina, pero para eso están las camisetas de surfista- y se detiene detrás de Kat. Es moreno, cabello casi rapado y seguramente un poco más alto que yo. Genial.

—Hey, ¿me echas una mano para ayudarla a salir?

Me está hablando a mí.

—Tómala de los brazos— sé bien dónde agarrarla, idiota—, y le daré un empujón de la cintura.

Compass, Vol. 2 [HS]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora