1. Un poco de sudor y un pequeño favor.

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- Recuérdame por qué accedí a esto. – Reclama Silvia con la voz entrecortada.

- Porque estabas pagando un gimnasio al que no ibas y la única forma de cambiarlo era apuntarte al mío. – Resumo.

- ¿Cómo puedes correr y hablar sin asfixiarte?

- Solo estamos trotando. – Respondo risueña. A la chica ya le cuesta controlar la respiración y apenas llevamos cinco minutos de carrera suave en la cinta. – Vamos a subirlo un poquito.

- ¿Más? – Pulso dos veces el botón de ascender el ritmo de mi máquina y, a continuación, estiro el brazo hacia la suya para hacer lo mismo con una sonrisa maliciosa en los labios. Pero se lo merece, porque siempre presume de que está en forma y me ha bastado un rato aquí para desmontarle el discurso. - ¡Joder! – Sus manos se sueltan de las barras laterales y tiene que esforzarse por cumplir los mínimos que hacen que se pueda mantener en la cinta sin caer de bruces contra el suelo.

- Controla la respiración y concéntrate. – Hago una pausa en el diálogo para que mi cuerpo adquiera lo mismo que le estoy pidiendo a ella. – Diez minutitos más y pasamos a la serie de abdominales.

- ¿¡Diez minutos?! – Pregunta en un grito que hace que algunos de los que están por ahí entrenando nos miren y yo tenga que pedir perdón con la mirada. – En la próxima te traes a Mimi, a tu hermano o a alguno de tus amiguitos del gremio. Yo paso.

Hace un par de días estuvimos hablando en casa de lo poco rentable que le salía pagar mensualmente un gimnasio al que no ha ido más de cinco veces desde que nos conocemos. Silvia me dio la razón, pero puso de excusa que tiene mucho trabajo en la consulta y que su tiempo libre prefiere dedicarlo a ir a ver a su hermano o a quedar conmigo. Es cierto que mi profesión no permite que establezcamos rutinas. Otra pareja sabe que por la mañana trabaja, por la tarde va a entrenar y después pueden verse, pero yo no puedo saber cuánto tiempo voy a estar en el estudio, ni puedo librarme de dar tres entrevistas en un día y grabar un programa por la noche.

"Si tú me escribes un mensaje diciéndome que mañana tienes la tarde libre, pues que le den al gimnasio", dijo literalmente la fisioterapeuta. Así que a mi se me ocurrió proponerle que cambiara de gimnasio para tener un sitio más en el que encontrarnos. Para mí entrenar es algo que tengo que hacer semanalmente sí o sí porque lo necesito tanto por mi profesión como para mi rodilla, por lo que compartiendo gimnasio podemos ir tanto solas como juntas.

Nada más pronunciarlo a la chica le pareció una idea fantástica, pero después del primer entrenamiento, que ha sido hoy, quizás se arrepiente y no vuelvo a verla pisar el gimnasio en mucho tiempo. La culpa es suya por asegurarme que tiene un nivel que quizás tuvo pero que claramente no retiene. Lo disimula porque tiene un cuerpo que le permite atiborrarse de comida basura y no reflejarlo frente al espejo, pero de cara al interior es distinto.

- Estoy muerta. – Declara con tremendismo cuando llegamos al vestuario y se sienta de golpe en uno de los bancos. Va empapada en sudor con una toalla sobre los hombros, mientras que yo, de pie a su lado, rebusco en la bolsa deportiva la toalla y el neceser que necesito para ducharme. – Son solo las once de la mañana y no sé de dónde voy a sacar fuerzas para el resto del día, Miriam. ¿Qué has hecho conmigo?

- Eso piensas ahora, pero después de una ducha recuperas energías. – Tras quitarme las zapatillas y el pantalón corto para ponerme unas chanclas, me quedo mirándola. Ya no queda nada de la coleta perfecta que traía a primera hora del día. Tiene la vista perdida en algún punto del suelo tan muerto como ella y las gotitas de sudor le caen por la frente y el cuello. Estoy tan acostumbrada a su vitalidad que da la sensación de que se le ha acabado la batería y que está pidiendo a gritos que alguien la enchufe a la corriente. – No sé si he elegido una buena compañera de gimnasio, eh. – Bromeo.

Dos versos enredados (Parte 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora