5. Una fiesta candente y una intuición acertada.

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-Buenas tardes. Ha llamado a la clínica de fisioterapia de Silvia Cruz, ¿en qué puedo ayudarle?

-Pareces formal y todo. – Respondo, conteniéndome unas carcajadas que se desbocan al segundo siguiente. – Y sexy, muy sexy.

-Qué cabrona. – Me la puedo imaginar perfectamente sentada en su consulta, frente al escritorio, negando con la cabeza y mordiéndose el labio inferior como cada vez que se frustra. - ¿Por qué me llamas al teléfono del trabajo?

-Porque me he quedado sin batería en el móvil y han tenido que prestarme uno en el estudio. – Explico. – Y tu número no me lo sé, pero llevaba en el bolso tu tarjeta del trabajo.

-Pues deberías aprendértelo, guapita. Que si hay alguna emergencia no sé cómo piensas contactar conmigo.

-Ahora me vas a decir que tú te sabes el mío de memoria. – Efectivamente, empieza a canturrear con gracia los nueve números que lo componen. Jaque mate. Muchas veces da la sensación de que sabe por adelantado lo que voy a preguntarle y tiene tiempo de prepararse las respuestas. – Vale, listilla. Me lo aprendo para mañana.

- Eso. Que hay examen. – Bromea. – Me queda un paciente y estoy libre a partir de las seis y media. ¿Qué hacemos? ¿Tienes algo esta noche?

-¡Cómo sabía que no te ibas a acordar! – Exclamo.

-¿Acordar de qué?

-Es viernes. – Señalo. – Te dije hace unos días que Ricky nos ha invitado hoy a cenar a su casa.

-Ay, la cena. ¿Y quién más va a ir? ¿Qué me pongo?

-Vendrá Roi con su novia, supongo que Cepeda y quizás alguien más, pero me dijo que iba a ser una cenita de amigos tranquila. – Explico, recordando la llamada con Ricky, con quien solo he vuelto a hablar hoy mediante mensajes para preguntarle qué tengo que llevar. – Ponte lo que quieras, ¿qué más da?

-Qué más da no, Miriam. Que luego llegas tú con un vestidazo y unos tacones de infarto y me dejas a mí por los suelos. – Dice, en ese tono suyo tan característico que deambula entre la verdad y la broma. - ¿Qué te vas a poner tú?

-No sé, Silvia. – De pronto, se abre la puerta de la pequeña salita en la que estoy, que es donde están los baños y unas máquinas expendedoras, y entra Miguel, el baterista de la banda. – Te tengo que dejar. Luego te mando una foto si quieres cuando llegue a casa y me cambie.

-¿Un nude? – Pregunta, riéndose con burla.

-Calla, idiota. – Ya noto el calor subiendo hasta mis mejillas y me pongo nerviosa como si Miguel, que está rebuscando monedas en el bolsillo para sacar algo de beber en la máquina, hubiera podido escuchar lo que Silvia me ha dicho a través del teléfono. – Te cuelgo ya. Sobre las nueve estate preparada que te recojo.

-¡Hasta luego, rubita!

Es ella la que, entre risas, se anticipa a mí y cuelga. Siempre me deja con la palabra en la boca. Cuando miro a la pantalla ya sale el fondo de pantalla, y no la llamada con la castaña, así que bloqueo el dispositivo y me lo guardo en el bolsillo. No volveré a sacarlo hasta dentro de unas dos horas, que será cuando se acabe la jornada en el estudio. Al levantar la vista me encuentro otra vez a Miguel, que sigue contando monedas y parece que no le salen los números.

-Deja, anda. – Con mis manos cierro su propio puño, de manera que quedan dentro los céntimos que él trataba de contar. – Que yo invito a esta ronda. ¿Qué quieres?

-Una Coca-Cola.

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Se suponía que íbamos a una cena de amigos, pero no nos hace falta ni que nos abran la puerta para comprobar que lo que hay ahí dentro es otra cosa mucho más grande. Desde fuera se escuchan voces, música y ruidos que es imposible que genere un grupo de menos de diez personas. Así que ahí nos hemos quedado Silvia y yo, estáticas, mirándonos la una a la otra. Ella con una botella de vino en las manos y entre las mías una bandeja de pasteles.

Dos versos enredados (Parte 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora