2. Un ring en llamas y más alcohol de la cuenta.

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NARRA SILVIA

Con el inicio de sus dedos agarra la cintura de mi pantalón, justo por debajo del ombligo, y tira de él para recortar distancias entre nosotras. Hace tan solo unos minutos que empezó el combate, pero el ring ya está en llamas. Coloco mis manos firmemente a ambos lados de su cabeza, entretejiendo mis dedos en su melena, y la observo en silencio mientras que con los pulgares le acaricio los pómulos. Me sonríe con esa combinación entre vergüenza y deseo en las pupilas que no ha perdido después de meses desnudándonos. En unos instantes, de un segundo a otro y cuando menos me lo espere, la leona que lleva dentro estará rompiendo los barrotes de la jaula.

- ¿Qué pasa? – Me pregunta, subiendo la vista de mis labios a mis ojos. - ¿No te apetece?

- ¿Cómo? – Retira las manos de la cintura de mi pantalón y pasa a sujetar con ellas mis costados.

- Si estás cansada nos echamos en la cama y vemos una película o hablamos un rato.

Llevo un día agotador, de eso no cabe duda. Por la mañana se me ha ocurrido la brillante idea de madrugar para ir al gimnasio. El otro día, cuando fui con Miriam, me di cuenta de la clara ventaja que me lleva y quiero ponerme a punto lo antes posible para que no me deje en ridículo una vez más. Sé que tengo capacidad para hacerlo porque ya practicaba deporte casi a diario hasta hace un par de años. Por unas cosas o por otras lo acabé dejando a un lado, pero me gustaba, me despejaba y me hacía sentir con más vitalidad. Solo tengo que recuperar ese ritmo.

Después he tenido una jornada frenética en la consulta porque a las citas ya concertadas se le ha sumado una de última hora que me ha desmontado el horario y me ha llevado todo el día rezagada. Tan solo he tenido quince minutos para comer, así que no me ha quedado otra que hacerme un sándwich en casa. Además, a las cinco y media había quedado con la psicóloga y no he podido llegar hasta casi las seis. Por suerte, ella también iba con retraso y ni se ha dado cuenta.

Al salir de la sesión sobre las siete de la tarde, me he encontrado con un mensaje en el móvil de Miriam diciéndome que le han cancelado la última entrevista de hoy, así que iba a irse directamente a casa. No lo he dudado ni un segundo. Me he saltado mi parada de Metro, he bajado en la suya y unos cuarenta y cinco minutos después estaba llamando a su timbre.

A partir de ahí, no sé cómo ha pasado, pero estábamos solas charlando en el salón y los besos han ido subiendo de tono. Las miradas indiscretas cobraban protagonismo, las manos tocaban piel más allá de la ropa y, de pronto, mi camiseta estaba en el respaldo del sofá. A pasos torpes y entre caricias y otras muestras de afecto hemos llegado a su habitación, justo a la situación en la que estamos ahora. Ella me hace preguntas y yo me he quedado absorta en las respuestas que encuentro al final de sus pupilas.

- ¿Silvia? ¿Me escuchas?

- ¿Qué? – Pregunto, al recuperar la consciencia.

- Que voy a hacer algo de merendar y vemos una peli.

- No, no. – Digo, evitando que se gire para salir del cuarto. La tomo por las caderas para pegarla a mí tanto como permite la física. – Si yo solo tengo hambre de ti, rubita.

- ¿Segura?

No tengo ni la más mínima duda. No es que me apetezca, es que me muero por hacerlo con ella ahora mismo. Hay pocas veces en las que eso no es así, y una no va a ser esta. Mis labios atacan los suyos con afán y de manera inmediata se me recargan las pilas. ¿Qué si estoy segura? Pues claro. Lo de la merienda y la película no son malas ideas, pero luego. Ahora la quiero encima de mí, o debajo, donde prefiera siempre que sea sin ropa.

Sin dejar de besarla, abrazándola por la cintura, comienzo a caminar hacia adelante hasta que la parte posterior de sus piernas choca con la cama y cae de espaldas sobre el colchón.

Dos versos enredados (Parte 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora