15. Un pasado a cuestas y un presente contigo.

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NARRA SILVIA

Mis dos manos aprietan con fuerza el volante del coche de Miriam, aún sin arrancarlo. Nunca me imaginé que tendría que hacerlo. Cuando me juré a mí misma, y al recuerdo de los que no están, que no volvería a conducir lo decía muy en serio. Pero no contaba con esto. No pasó nunca por mi mente que iba a tener una novia que me iba a llevar a una cala perdida, que iba a picarle una medusa en el pie y que sería yo quien tendría que echarle agallas a la situación para solucionar el problema.

Llevo ya un par de minutos sentada en el asiento de cuero sin capacidad de moverme y concentrándome tan solo en respirar, porque si no lo hiciera así ya me hubiera desmayado hace un rato. En mi cabeza se apelotonan demasiados recuerdos. Ojalá hubiera alguna forma rápida de pulsar un botón y hacer que todos ellos se esfumaran, aunque solo fuera por un rato, el que tardamos en llegar a la otra playa.

Miriam, a mi lado, no hace otra cosa que esperar pacientemente. Antes de entrar al coche me ha propuesto mil veces ponerse ella frente al volante. Me ha asegurado que si le daba unos minutos estaría preparada para conducir, y me encantaría que fuera cierto, pero no lo es. Si conduce ella es solo para rescatarme a mí, y no se lo merece. Además, he visto su pie y sé que no puede hacerlo. Está muy rojo, muy inflamado, e incluso he presenciado como ha estado a poco de marearse a mi lado. Ponerla a ella al frente del volante es un peligro al que no estoy dispuesta a exponerla, aunque eso suponga pasar por este mal trago.

-Silvia, de verdad... - Habla en voz baja y, aunque no termina la frase, sé lo que pretende decir.

Con el rabillo del ojo veo cómo alza la mano para acariciarme el brazo, pero no se atreve y frena justo antes de llegar. Es injusto. No se merece que me bloquee ahora. Aprieto los ojos con fuerza y trago saliva adrede para alejar las lágrimas que ascendían y, por fin, doy el paso de arrancar. Entonces, dan comienzo los casi diez minutos más incómodos que he pasado cerca de Miriam en todo el tiempo que nos llevamos conociendo. No pronuncio ni una sola palabra, y ella lo hace solo porque tiene que darme indicaciones en el camino.

Me paso todo el trayecto frenando emociones. El temblor de las piernas, las ganas de llorar, la presión en la mandíbula, el nudo en la garganta, el del pecho y el del estómago. No soy consciente de cómo gestiono mis sentidos en ningún momento. Si veo y escucho es solo por inercia o costumbre. Ni siquiera me encuentro mejor cuando a través del cristal me topo con el aparcamiento donde tengo que dejar el coche, que es también el fin de mi pesar, o eso se supone.

Aparco en un hueco que no es el más cercano a nuestro destino, pero sí el que me evita tener que maniobrar y, a su vez, permite acabar con esto de una vez por todas. Cuando apago el motor, el silencio es aún más incómodo, lo cual no me parecía ni posible un par de minutos antes. Pero es que necesito unos segundos para serenarme. Ahora es cuando me doy cuenta de que quizás no estaba frenando tanto como creía todas esas emociones. Ni los temblores, ni la presión de la mandíbula, ni los nudos. De hecho, al despegar las manos del volante me percato de lo mucho que me duelen de haber apretado más de la cuenta.

-¿Estás bien? – Pregunta. Y así vuelvo a ponerme frente a la realidad. ¿Por qué me tiene que estar preguntando eso ella a mí cuando no soy yo la que tiene el pie herido? Era tanta la tensión que estaba conduciendo y se me había olvidado exactamente el motivo por el que lo hacía.

-Vamos.

Regresan las prisas. Salgo del coche y, antes de que ella pueda hacerlo, ya he llegado a su puerta para ayudarla. Esta vez no voy a subírmela en la espalda y no es por el agotamiento de haberlo hecho ya antes, sino por el que me ha provocado el viaje, que va mucho más allá de lo físico. Dejo que pase uno de sus brazos por detrás de mis hombros y, ahora con la suerte de no llevar más bolsas, vamos avanzando en dirección a la playa.

Dos versos enredados (Parte 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora