Prólogo: Si estás haciendo algo ilegal, verás al resto haciendo algo ilegal

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Nadezhda sabía algo que nunca debió haber sabido

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Nadezhda sabía algo que nunca debió haber sabido.

Había ocupado sus pensamientos por completo, e incluso cierta distracción no pudo quitarle de la cabeza lo que vio. No. Era imborrable. Cada vez que pasara por ese lugar lo recordaría, y cuando se cruzara con los rostros de la Corte ese momento afloraría en su memoria.

Se encontraba con la cabeza apoyada en la pared dorada opuesta a las ventanas, a través de cuyos cristales se podía ver la oscuridad del cielo nocturno. Se sentía patética. Su pequeño cuento de hadas ni siquiera había durado hasta el final de la velada.

Sus ojos grises se posaron en el hombre moreno a su derecha. Era un criado, nada más; un hombre quizá cinco años mayor que ella, con facciones toscas y una hermosa piel oscura. En resumen, sonaba como alguien dispuesto a tolerar su charla para no sentirse tan miserable.

—La decoración es preciosa, ¿no crees? —preguntó con voz cantarina y alegre.

El sirviente, por su parte, se limitó a mirarla con desaprobación. No tenía derecho a juzgarla, pero de todos modos su piel se tornó casi del mismo color que sus empolvados cabellos. Él se alejó, y fue el momento perfecto para la señorita Ulianova para poder morirse de vergüenza en su interior y en paz.

Echó un vistazo a las gozosas parejas bailando al compás del fin de la segunda pieza. Miró también hacia las puertas, donde un segundo atrás su primo se encontraba. Ahora se había esfumado. Ojalá esté en compañía de Charlotte de Langlois.

Volvió la cabeza al oír una risita proveniente de la pista. Era Lidiya, la horrorosa Lidiya Yebóracheva, quien solo se molestaba en verla no para insultarla, sino hacerla sentir estúpida excluyéndola de toda reunión que las jóvenes cortesanas mantenían. Hacían que se sintiera como una forastera; una chica que no pertenecía allí, ni que merecía hacerlo en algún lugar. Eso era mucho peor que cualquier insulto.

Una falsa risotada acudió a los labios de la rubia, y Nadya contuvo las ganas de tirarle el pouf al suelo. El capitán a su lado parecía más interesado en las curvas de su escote que en la belleza de sus ojos pardos.

Para simular tener algo que hacer en vez de seguir humillándose —era orgullosa, pero no tonta, y Lidiya tendría su merecido algún día— escapó de allí con dirección a la mesa de postres. Sentía predilección por la pastelería francesa, y un macaron no le molestaría para pasar la pena de su noche arruinada.

Solo había dado cinco pasos con la mirada fija en los ojos cruelmente risueños de la señorita Yebóracheva cuando alguien se interpuso en su camino. Un líquido cayó en su vestido rosa, y Nadya reprimió una maldición. De igual modo, había sido su culpa.

Olía a champaña, quizá. Contuvo las náuseas. No era fanática de beber, sabiendo el efecto que el alcohol tenía en los hombres, en especial su padre. Por ello no le era agradable ver a Sergéi con resaca. Tal vez se convertiría en alguien como el barón Ulianov, y Nadezhda no podía menos que echarse a llorar por el desolado panorama.

—¡Perdonadme! —exclamó una voz masculina, con el arrepentimiento notorio en esta.

Nadya alzó los ojos. Era un siervo, nada más, con una bandeja en las manos. Una mísera copa había caído por el choque, pero él no estaba seguro si debía quedarse en su lugar o poner las manos en su pecho para intentar arreglar la situación. Esperaba que tuviera el tino suficiente como para elegir lo primero.

Pese a que le faltaba esa luminosa belleza falsa propia de todos los nobles de la Corte, no era feo. Era alto, tanto que por una puerta convencional se vería obligado a agachar la cabeza, y su delgadez casi famélica y piel descolorida inspiraban pena. Sin embargo, se notaba fuerte, como si su mera presencia retara a duelo al resto. Sus ojos rasgados sugerían que venía de las lejanas tierras de Mongolia, al suroeste del Imperio. Cómo había llegado a San Petersburgo, ella lo ignoraba.

—Ha sido mi culpa; no veía el camino que seguían mis pasos.

—Perdonadme, señorita Ulianova.

Resultaba extraño comprender que la servidumbre debía saber su nombre de antemano, como si hubiese planificado este extraño encuentro, mientras que ella ignoraba el de él. Siempre se había preocupado de informarse sobre las vidas de sus dos criados predilectos, pero comenzaba a darse cuenta de que apenas sabía el nombre de todo el resto.

Quiso tratar de comenzar una conversación de nuevo. Considerando el sentimiento que había puesto en su voz, de seguro su reacción sería distinta a la del sirviente moreno que solo la había mirado como un bicho raro.

—La decoración es precio...

Un ruido escalofriante rasgó el aire cargado de murmullos. Había sido casi imperceptible, como un golpe sordo, pero de todos modos las voces callaron. Los cortesanos se miraron unos a otros con nerviosismo. La mayoría —incluida la misma señorita Ulianova— conocía demasiado bien ese sonido. Un disparo.

No comprendía qué ocurría. En un momento solo estaba igual de conmocionada que el resto de los presentes en el Baile, y al siguiente el criado mongol la llevaba hacia la salida. Los pasillos aún estaban vacíos, pero pronto los nobles entrarían en pánico y les encontrarían. No es difícil pensar que estamos en un encuentro romántico, pensó Nadya. Todos pueden tener una mentalidad soñadora e imaginar cosas.

—Venid —susurró—. Conozco un atajo a vuestros apartamentos.

Ella estuvo a punto de bromear preguntando por qué sabía algo así, pero su condición social ya hacía obvia la respuesta. Solo necesitaba que él contestara un dato crucial.

—¿Cómo te llamas? Si me vas a arrastrar por el Palacio como el equipaje de un trineo, merezco saber tu nombre.

—Andréi. No hay tiempo para estas trivialidades, señorita.

Andréi la condujo tan rápido por un laberinto de pasillos que ni ella misma pudo reconocer su atajo. Solo se detuvo al oír voces doblando la esquina, momento en el cual se llevó el índice derecho los delgados labios pidiendo silencio.

La voz de una mujer ebria. Las palabras de un anciano. Luego, un quejido irreal. A Nadya le superó la curiosidad y sus ojos grises salieron tímidamente del escondite detrás de la pared. Una ola de náusea invadió su garganta.

Charlotte de Langlois estaba empapada en sangre con el cadáver de un octogenario con la garganta rebanada a sus pies. Sergéi, a lo lejos, observaba a la rubia con una mezcla de asco y temor.

No, Nadezhda Ulianova nunca debió haber sabido que su primo le mentía, y nunca debió ver a la señorita de Langlois matar a un hombre. Pero ya era demasiado tarde.

 Pero ya era demasiado tarde

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Los nobles © [DNyA #2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora