XLIV: Hacerte el héroe no implica que todo salga como quieres

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Sí, Leonid estaba pensando en Zoya cuando vio la columna de humo

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Sí, Leonid estaba pensando en Zoya cuando vio la columna de humo.

Se había quedado atrás. ¿No debían esperarla? Podía ocurrirle algo. Ya cállate, dijo la vocecilla del sentido común en su mente. Estás siendo demasiado dramático. Es una niña grande. La Plaza está a unas calles del palacio, no hay de qué preocuparse.

Tenía claro que Zoya Ananenko era una dama capaz de arreglárselas por sí misma. Eso no evitaba que un mal presentimiento le pusiera los pelos de punta.

Se dedicó a mirar la dirección en la que iban sus pasos simulando especial atención, siguiendo a Sergéi y a Charlotte desde una distancia prudente. La joven pareja conversaba con entusiasmo.

La mente del rubio se fue inevitablemente hacia la francesa. Recordó su disculpa. ¿Sería a esa señorita de Langlois la que Sergéi tanto adoraba? Le había dicho que no quería hacerlo. Que su madre le había obligado a hacer todo lo que la había metido en ese problema. Le había dicho que no era nada, que estaba en el pasado. ¿Era realmente cierto? No estaba seguro si merecía su perdón. En todo caso, respetaba que quisiera arreglar sus relaciones, aunque solo fuera por Sergéi. Bueno, tú también trataste de asesinarla. No es que seas una inocente palomita.

Echó un vistazo por encima de su hombro, preocupado al ver que la señorita Ananenko aún no llegaba. No era tan complicado encontrar una chaqueta... o quizá él era un tanto más descuidado que ella en cuanto a su imagen.

Fue entonces cuando vio la nube de humo. Se alzaba imponente, extendiéndose cada vez más por sobre las casas de comercio de la antigua capital. Podía ser un incendio cualquiera de no ser porque el palacio de los Bezpálov ocupaba toda una manzana. La sospecha era demasiado fuerte. ¿Por qué se estaría quemando? ¿Zoya seguirá allí?

—Me parece que Krasnaya se está quemando —le advirtió a Sergéi.

Ambos corrieron lo más rápido que pudieron con la silla de la señorita de Langlois. Había poca gente a esas horas por las calles; los campesinos trabajaban y las viejas aristócratas asistían a misa diaria en la Catedral. En un día común y corriente, Leonid y Sergéi se habrían despertado cerca de ese momento de la mañana.

Había sido la Providencia divina la que les había salvado, porque era cierto. Krasnaya ardía.

La bella arquitectura a la antigua estaba envuelta en lenguas de fuego, tanto que el ruso ni siquiera podía distinguir los ladrillos rojos que adornaban la fachada. Las grandes torres del oratorio interior parecían ser islas salvavidas en medio de aquella tormenta de llamas, aunque no durarían mucho. Los pocos transeúntes que se encontraban en la calle se habían parado a observar, demasiado pasmados como para hacer algo. Era extraño; la mayoría de los edificios de la ciudad estaba hecha de madera —casi todos menos los palacios, a decir verdad—, pero el fuego no parecía haberse extendido a otras construcciones de la calle. Como si... como si se hubiese iniciado a propósito.

Los nobles © [DNyA #2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora