XLII: Un baño para moribundos que pasean trae malos augurios

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—Charlotte está harta de esa habitación, ¿saben? —dijo Zoya, tomando un mille-feuille entre sus largos dedos—

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—Charlotte está harta de esa habitación, ¿saben? —dijo Zoya, tomando un mille-feuille entre sus largos dedos—. Quiere salir de una vez.

Se encontraban en un comedor en el ala de invitados. Desde que habían herido a Charlotte, se había producido una división en Krasnaya. Mientras Zoya, Leonid y el señor Vyrúbov tomaban sus comidas en el lugar en el que ahora estaban, el conde, el barón y su esposa se encontraban en el principal. Les resultaba más fácil para atender a Lottie en sus necesidades. La señorita Ulianova no se unía a sus reuniones, pues ya raramente salía de sus aposentos. No se atrevió a preguntarle a Sergéi qué le pasaba. A lo más el pobre iba a romper en llanto.

La realidad era que para Zoya era como un viaje al pasado. No hacía mucho tiempo que ella misma era dejada en la mesa de los jóvenes, como la llamaban los adultos. Para la señorita Ananenko era la mesa del pellejo: donde los mayores dejaban a sus hijos que aún no habían sido presentados ante la sociedad para que dejaran de estorbar. El resultado era una extraña mezcla de niños comemocos y preadolescentes con el rostro lleno de acné. Ahora la situación tenía pinta de repetirse.

—Lo sé —dijo Sergéi—. Me lo dijo anteayer por la mañana.

El muchacho parecía un espíritu. Sí, conservaba aquella inocencia tan característica de él, pero se veía... ¿apagado, quizá? Él se quedaba muy a menudo —demasiado para el gusto de la señorita Ananenko y probablemente también para su salud— con la señorita de Langlois, y eran frecuentes las noches en las que él se quedaba en vela preocupado de que la chica no tuviera ninguna molestia. Sus ojeras eran profundas, su rostro estaba demacrado. Ay, querida Lottie, pensó Zoya, no sabes lo suertuda que eres de que un hombre te adore como él lo hace.

Por instinto su mirada viajó al grácil perfil de Leonid. Su mente ni siquiera estaba en la conversación. Sus ojos estaban fijos en su taza de té con leche y no parecía escuchar las palabras de sus amigos.

Eligió no hacerle caso.

—¿Y? ¿Qué vamos a hacer? La pobre chica da pena. Además, ya apesta. Ya que ninguno de vosotros dos va a tocar el cuerpo desnudo de la señorita de Langlois si puedo evitarlo —y con esto me refiero a vos, señor Bezpálov— y no queremos levantar sospechas entre los sirvientes, yo la podría bañar si alguno de estos días quiere y puede salir. Vosotros podéis encargaros del resto.

—Zoya, ¿no crees que los criados ya están sospechando siendo que te cambiaban las sábanas cada dos días y no dejas que aseen tu habitación?

Aún le molestaba que le tuteara. Después de todo lo que había ocurrido en Moscú —la historia de Leonid, la confesión de amor, los besos, los asesinatos, Lottie y la petición para asesinarlo—, no estaba tan segura de si podría confiar en él. Sí, le había dicho que creía que el verdadero Leonid seguía allí dentro... aunque no sabía si lo había comentado solo para convencerse a sí misma de ello. El señor Vyrúbov que había conocido nunca le habría pedido lo que pidió. Bueno, tonta, lo conociste cuatro años atrás. Si es que no ha cambiado, al menos acepta la posibilidad de que haya madurado.

Los nobles © [DNyA #2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora