XXXIII: Las ancianas solitarias adoran contar historias sobre conjuras

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Ese lugar no daba buena espina a Sergéi, y la presencia de la señorita Ananenko no hacía más que agravar su nerviosismo

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Ese lugar no daba buena espina a Sergéi, y la presencia de la señorita Ananenko no hacía más que agravar su nerviosismo.

—¿La francesa esa ha muerto? —preguntó Zoya—. ¿Quién la ha asesinado?

Sergéi tenía una teoría, pero no le gustaba nada. La respuesta estaría detrás de la puerta.

Empujó justo arriba de la palabra cuerbos y se encontró con... Nada.

Solo estaba ella. Postrada en una cama, Charlotte de Langlois yacía moribunda.

Tenía un preocupante agujero a un lado del estómago rodeado de sangre seca, y su tez parecía aún más pálida de lo normal bajo la luz de las velas de aceite de ballena. Sin embargo, respiraba sin problema alguno, y parecía dormir plácidamente.

—¿Vosotros os encargáis de esta chica? —preguntó una anciana sentada en un rincón. Sergéi no se había dado cuenta de su silenciosa presencia—. Son veinte rublos.

—No tenemos veinte rublos, abuela —dijo Zoya—. Quizá...

—¡Ja! —graznó—. Es obvio que no ibais a tener. ¿Quién tiene veinte rublos sueltos así como así en nuestros barrios? No, no, llevaosla ya, que tengo una taberna que atender y niños que alimentar.

Sergéi casi preguntó cómo era posible que sus hijos fueran niños a su tan avanzada edad, pero se contuvo. En vez de ello, se atrevió a pedir claridad.— ¿Qué le ha pasado a esta joven?

La mujer chasqueó la lengua y se ajustó el pañuelo sobre el largo cabello gris.— Recuerdan a... No, no son de por aquí, ¿verdad? No, parecen demasiado... —Aquellas últimas palabras se perdieron entre sus encías casi completamente faltas de dientes.— Hace un par de años llegó una francesita a estos lados. Se había casado con uno de esos nobles desgraciados que lo único que hacen es apostar y beber, y la dejó en la ruina. Se había cambiado el nombre a Natalya cuando se casó. Su otro nombre es muy refinado para mí. —Se relamió los arrugados labios, dispuesta a continuar.— Se quedó a vivir en la pensión de mi vecino Afonka y trabajaba limpiando las calles. Se encaprichó de un muchachito ruso, un niño al que crié yo misma. Imaginaos, ¡ahora está así de alto! Y yo que le tuve en mi seno desde que su madre le parió, ¡mi pequeñito! Ahora se olvida de su querida babushka, de la pobre Xyushka de la que nadie se preocupa...

Se limpió una lágrima. Antes de que terminara por ponerse a sollozar, la señorita Ananenko carraspeó—: Sé que es triste, abuela, pero estamos aquí ahora y queremos escuchar el resto de la historia. ¿Qué tiene que ver la francesa con esta muchacha?

—Sí, sí, dejadme... —una vez más palabras indescifrables—. Tú eres bonita, niña. ¿Cómo te llamas?

—Yo... Zoya.

—Zoya. ¡Zoya! Ay, muy, muy apropiado para una niña como tú. ¿Este de aquí es tu esposo? Ah, no, os habéis apartado. No debéis de llevaros muy bien. Eres linda, Zoya. Podrías casarte con mi pequeñito.

Los nobles © [DNyA #2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora