XXXVIII: Los dramas familiares tienen que ser con todos presentes, ¿eh?

27 9 9
                                    

Sergéi esperaba fuera de las habitaciones de su padre, caminando por todo el pasillo con nerviosismo

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

Sergéi esperaba fuera de las habitaciones de su padre, caminando por todo el pasillo con nerviosismo. El hombre que decidiría su destino se hallaba detrás de la madera pintada de blanco.

Pensaba en Nadya. Pensaba en Char. Pensaba en Leonid. Pensaba en cómo le diría a su padre que no amaba realmente a la señorita Ananenko, sino a la francesa que él creía su dama de compañía. Ay, odiaba las mentiras que habían tergiversado su vida.

Reunió fuerzas para tocar una, dos, tres veces la puerta. Un débil adelante le dejó pasar.

—Sandra —ordenó al aire, señalando una ventana rota en su habitación—, dile a Kostya que llame a un albañil o a alguien para que arregle esta ven... —Volvió el rostro hacia el recién llegado, sorprendido de que Sandra no hubiese dicho sí, mi señor.— Ah, eres tú. Buenos días, muchachito.

—Buenos días, padre.

Había transcurrido muchísimo tiempo desde la última vez en la que Sergéi había entrado a los cuartos de su padre. El retrato de la difunta condesa junto a su esposo seguía en el mismo lugar de siempre, observando a cada persona que entraba. La pintura de su madre era radicalmente distinta a todos los cuadros que su hijo solía ver en los pasillos de los palacios. La gente en general pedía verse seria, quizá con una sonrisa misteriosa y coqueta. No así el caso de Olesya Bezpálova. Su rostro sonrosado mostraba una brillante risa, contraponiéndose a la inmutable frialdad de la expresión de su marido. Sus manos jugaban con Ruisseau, una peluda cachorrita de mastín tibetano. Debajo del marco dorado había dos floreros con ramos frescos y una vela de cera de abeja encendida. Un icono de Nuestra Señora de Kazán reposaba en el pequeño altar.

Siempre le habían dicho a Sergéi que se parecía a su madre. Aparte de los ojos grises y la lealtad que —según la madre de Nadya— el conde poseía, el niño había heredado todo de la condesa.

Su padre estaba sentado en un silloncito de damasco gris leyendo unos documentos. Si algo le concedía Sergéi a ese hombre, era su dedicación al trabajo. No bien había llegado ya estaba dedicando su tiempo a la administración de sus propiedades y los ingresos de Krasnaya Zemok, revisando punto por punto los gastos, iluminado por los grandes ventanales que daban a los modestos jardines del palacio.

—Supongo que te vas a explicar toda la rabieta que tuviste ayer sobre esa dama de compañía.

—Sí... digo, algo así. Padre, vengo a pedirte permiso para salir de la ciudad con mis amigos. Este ya no es un lugar seguro.

—¿Seguro? ¡Qué cosas dices, Seryozha! Moscú es igual de buena que San Petersburgo; de seguro te has acostumbrado a las fiestas fastuosas y los trineos sobre los canales. En esta ciudad no hay nada de eso, hijo. Eso no significa que sea más peligrosa. Diría yo, incluso, que la nobleza rural protege a familias como las nuestras.

—No, padre. No es eso. Y con respecto a la dama de compañía francesa... la chica que fui a buscar ayer.

—¿Qué ocurre con ella? —preguntó el conde con impaciencia—. No tengo tiempo para estas trivialidades.

Los nobles © [DNyA #2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora