Capítulo 40

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Eleanor miraba la pantalla de su teléfono móvil sin poder apartar sus ojos de la brillante luz que este desprendía. La D+ se clavaba en sus pupilas sin que pudiese asimilarla. Estaba sentada en uno de los bancos de madera gastada que dejaban ver uno de los jardines traseros de la universidad. El cielo se camuflaba en un tono gris perlado reteniendo la próxima nevada. Todo el césped estaba cubierto por la capa blanca y el viento que entraba por el arco de piedra maciza bajo el que se encontraba Eleanor hacía que la chica cruzase sus brazos sobre su cuerpo para apretar más su chaqueta vaquera oscura forrada en falso borrego beige. El gorro de lana del mismo tono cobijaba su cabeza del frío clima mientras aplastaba su largo pelo castaño y ondulado bajo este. Eleanor entraba y salía del campus virtual una y otra vez, como si de esa forma la nota que había obtenido en el examen de "Historia de la Lengua Inglesa" fuese a cambiar. Era el primer suspenso de su vida, y no acababa de asumirlo. Tenía que ser un error. Debía serlo. Era consciente de que no había sido su mejor examen, no esperaba la A a la que siempre acostumbraba, pero sí una B-. Se sentía tan culpable por el resultado que la rabia que inundaba su cuerpo hacía que no dejase de mover su pierna izquierda de un modo nervioso. Tenía claro que iba a reclamar. Y, allí estaba. Delante del despacho del señor Campbell para exigir una explicación.

Había comprobado previamente el horario de tutoría. En el momento en que había recibido la notificación del resultado del examen la tarde anterior, había consultado la disponibilidad del profesor para ir a aclarar aquel desastre. Sus súplicas al menos no habían resultado en vano y había podido comprobar cómo al día siguiente, tras la hora del almuerzo, el profesor Matthew Campbell disponía de horario de tutoría en el despacho F26. Sabía que aquel era uno de los peores de todo el campus. Apenas una habitación que podía pasar más por un cobertizo que por un despacho. Siempre se lo daban a los profesores más jóvenes, los recién llegados. Tal y como él era. Un novato en la gran y prestigiosa Universidad de Chicago.

Esperaba en su asiento a que su reloj digital de muñeca dorado marcase las 13:00 exactas. Ni siquiera se había atrevido a llamar a la puerta. Llevaba allí fuera unos diez minutos esperando a levantarse de aquella pesadilla que estaba viviendo. Perder su beca suponía olvidarse de todo. Volver a Bristol, ir a la misma universidad que su hermano Tom en la ciudad, trabajar a tiempo parcial en una pastelería como él para cubrir los gastos de la gasolina del Citroën C1 rojo que tenían a medias. Todo aquello suponía un fracaso tan grande para ella que no llegaría a perdonárselo jamás. Su carrera lo era todo y su familia había hecho un gran esfuerzo para que ella pudiese estar allí. Tom jamás le había reprochado que fuese ella la que había cruzado al otro lado del mundo para estudiar. No pudo evitar pensar en él. Después de todo, era su hermano pequeño. Le sacaba dos años y acababa de empezar a estudiar un grado de Arqueología en Bristol. Era muy inteligente, tanto como ella, pero sus ambiciones no salían más allá de lo que ya conocía. Por eso nunca había abierto la boca para recriminarle nada a sus padres por las opciones que le habían ofrecido a su hermana. Y por ese motivo, ella no podía regresar por nada del mundo. No podía perder su beca. Debía disfrutar esa oportunidad por doble, y pensaba dejarse la piel estudiando para conseguir cada uno de sus propósitos.

Los minutos pasaban cada vez más lentos, las 12:54 pasaron a convertirse en las 12:55 haciendo que el nudo que asfixiaba su garganta se hiciera más intragable. El hecho de tener que hablar con Matt sobre el que ya se podía denominar como el peor examen de su vida, no le hacía ninguna gracia. Durante cada una de las clases que habían transcurrido durante esos casi dos meses había intentado relajar su continuo nerviosismo y, hasta había llegado a creerse que lo había conseguido. Incluso cuando pillaba a Matt observándola fijamente por encima del libro de texto cuando cualquier otro alumno hacía un comentario de interés sobre algún tema relacionado con la asignatura. Él siempre analizaba sus movimientos, cómo anotaba sus palabras garabateadas sobre su cuaderno dejándose llevar por su lluvia de ideas. Y, aun así, él tenía la vista fija sobre ella, como si esperase que fuese la siguiente en compartir un nuevo pensamiento con el resto de la clase. Sin embargo, Eleanor, al sentir aquellos ojos cubiertos por un profundo tono marrón, suspiraba profundamente y seguía a lo suyo, redactando sus apuntes como si se tratase de lo más importante del mundo, cosa que para ella lo era.

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