8. Un regalo desafortunado

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Hace 8 años...

Casi un año según marca el tiempo, un año desde aquel día en el puerto donde esperé primero con mi madre que apenas aguantó un rato sin echarse a llorar teniendo que irse con ayuda de un par de vecinas del puerto mientras yo me quedaba seguro de mi mismo haciendo la guardia del barco que no llegó aquel día a casa, el mismo que sigue sin haber llegado casi un año después con toda su tripulación perdida en las profundidades del mar. Quise confiar en que había sido cosa de la marea, las corrientes les habían retenido de más en la mar, pero no llegaron nunca. No fue culpa de las corrientes, ni de una carta que se perdió, sino un barco que probablemente fue hundido por aquellos que solo buscan el oro y la bebida dejando a todo el que se cruzan sin vida. Piratas.

He desarrollado un odio hacia ellos, no puedo ver la bandera con la calavera ondear cerca del puerto porque se que ellos probablemente sean los más culpables de lo que ha pasado y hay algo en mi que se enciende aún con mi corta edad, y que desea hacer lo mismo que ellos hicieron con mi padre, acabar con sus vidas.

Hoy se ha juntado el recuerdo de mi padre con mi cumpleaños. Es mi duodécimo cumpleaños y su ausencia se ha notado, como cada día, al abrir los ojos en la cama, pero hoy sin duda pesa más el recuerdo y la oscuridad a la que se ha sumado la casa desde que supimos que no iba a volver más. Fue a partir de una pequeña discusión con mi madre donde yo la insistía en que no perdiera la esperanza por el regreso de mi padre, no era la primera vez que lo hacía y eso la provocó un estallido que nunca antes la había visto tan enfadada conmigo. Ahí fue donde todos los rincones mal puestos de la casa supieron que el luto sería permanente para nosotros.

La felicitación de mi madre ha sido cuanto menos silenciosa, doliente para ella pensando en que solo recibiré sus besos en la cabeza por mis doce años. No he dudado en escaparme de allí en cuanto he podido con la excusa de visitar a los amigos que perdí desde que empecé las visitas diarias al pequeño arco del mar con mi tío y de ve en cuando sin él para poder ver a Eva que rara vez salía pero cuando lo hacía me daba el poder de conocernos más ambos.

El puerto estaba lleno cuando me he montado en la barca vieja de mi tío, el no sabe de mis andaduras en solitario o al menos eso me hace creer a mí. Suelo ir por las noches cuando todo está en silencio asegurándome que ni mi madre ni mi tío se enterarán de que cojo ese pequeño bote para acercarme hasta el lugar que poco le gusta a mi madre ahora después de la pérdida de mi padre, y el cual si mi tío me pilla yendo solo lo más probable es que nunca más vuelva a poder tocar la salada mar con mi mano. 

-¡Hugo!- grita alguien desde el puerto cuando avanzo un poco alejándome del mismo.

Alzo la mirada para ver la esbelta figura de la única persona que no debía pillarme solo en su propia barca por lo que intento disimular dando vueltas con la barca para finalmente regresarla a su sitio junto al que es mi tío que me mira seriamente. No debo volver a intentar ir allí con el Sol apuntándome como si tuviese una diana en la frente.

-¿Se puede saber que haces solo en la barca?

-Solo quería remar un poco, perdón si me he alejado mucho tío, no era mi intención- bajo la mirada lastimero.

Su suspiro me indica que no se va a enfadar, algo le impide hacerlo y eso es mi cumpleaños que recuerda perfectamente porque el mismo ha sido quien toda esta semana me ha estado hablando sobre un regalo que tiene para mí por cumplir por fin los doce años.

-Está bien, pero no lo vuelvas hacer que quede claro, solo en mi presencia- sonríe atando la barca por mí al puerto-. Venga baja, que te tengo que dar el regalo, hoy no toca ir allí.

-Pero- intento reprochar.

-Hugo- recrimina mi tío rápidamente antes de que hable sobre la existencia de sirenas-. Vamos o te quedas sin sorpresa.

Serea, la tradiciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora