10. Las migraciones como regalo

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Hace 8 años

El mar tiene su propio sonido. Esas subidas y bajadas que te zarandean así como sus gritos al chocar contra las rocas o en este caso con la barca que muevo en la oscuridad de la noche con todas mis fuerzas. Mi tío no ha vuelto a por mí y mi madre parecía agotada de tener que soportar el recuerdo de mi padre por lo que ha decidido hoy, con mi permiso previo, descansar y refugiarse en sus recuerdos en aquella cama donde se siente pequeña ante la ausencia de mi padre. Quizás me siento mal por haber salido corriendo de casa sin acercarme una última vez a su cuarto y acurrucarme hasta comprobar que dormida, era mayor las ganas que tenía de ver a la chica que ronda por mi cabeza de ojos marinos donde solo quiero perderme un poco en esta noche. Me esfuerzo porque no se apague la única luz que llevo ya que ni con ella soy capaz de diferenciar donde acaba el mar y empieza el cielo, los dos de mismos tonos y si no fuese por el movimiento juraría que estoy flotando, sin embargo me sirgue dando miedo no distinguirlos a la perfección ya que no sé que es lo que se siente en el cielo, lo mismo también hay un movimiento impulsado por las estrellas mientras te abre paso por ellas. Nunca lo sabré.

La leve luz de la vela en su jaula acristalada aislante de gotas, me enseña el rocoso arco que con esta escasa iluminación parece de un color más profundo como lo es en este preciso instante el mar. Todo con la noche se vuelve más intenso y cobra más sentido al distinguir aquellos detalles que con la luz del Sol uno no ve acostumbrado a verlo iluminado. Algo que me gusta de la oscuridad es poder centrarte únicamente en lo que te interesa porque el resto no existe, sin color no hay nada cerca a mí ahora mismo más que el arco y un poco de agua.

Paro con cuidado la barca esperando a verla por allí, en una roca con su aleta aún metida en el agua para no separarse nunca de lo que la da vida, o asomándose tras un par de piedras cercanas al arco, primero su pelo oscuro caoba y luego sus ojos junto con aquella diminuta nariz y la sonrisa que vislumbra más de lo que hace mi propia vela.

-Hola- dice una juguetona voz tras de mí sorprendiéndome.

Me revuelvo en la barca donde me había levantado sin pensar las miles de advertencias que mi tío me había dado sobre ello. Zarandeo mis brazos buscando equilibrio antes de girarme para verla allí, apoyada con sus brazos en el extremo de la barca mientras que su pelo se extiende por su cuerpo, desde los hombros cayendo hacia delante y atrás tapándola así mitad de su cuerpo que el aire roza en ausencia del agua. Me siento más dejándome caer por la gravedad y el peso de mi cuerpo que por ansiar descansar mis piernas ya que vengo todo el camino en esta misma posición remando.

-Qué susto- me quejo con la mano en el pecho.

-Perdón, no era mi intención, no quería asustarte solo quería darte una sorpresa hoy para no estar siempre en el mismo sitio.

La soltura con la que hablaba me fascinaba, su voz tierna de una niña que había pasado de mirarme desde la distancia hasta lo que acababa de hacer medio segundo atrás sin duda era algo de lo que me alegraba, todo un año de escapadas nocturnas había merecido la pena con tal de conseguir la confianza que ahora desbordábamos como si nos conociésemos de hacía mucho tiempo atrás.

-No pasada nada, la próxima vez intenta que no muera en el intento de sorpresa- río provocando una sonrisa resbaladiza en ella.

-Hoy has venido pronto, casi a la vez que yo- confiesa.

Siempre quedamos aquí, sin ninguna hora establecida pero cada vez que vengo la encuentro esperando, ahora que sé con la antelación que he venido hoy de más de una hora una estúpida sonrisa socarrona se escapa en mis labios pensando que ella también ansia verme siempre.

-¿Vienes tan pronto siempre?- digo con un tono de burla.

-No, bueno si, depende- tartamudea nerviosa.

Serea, la tradiciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora