52. El único responsable.

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—¡Te di una puta orden, Gabriel! —su cabeza está agacha, y sus manos entrelazadas delante de su cuerpo—

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—¡Te di una puta orden, Gabriel! —su cabeza está agacha, y sus manos entrelazadas delante de su cuerpo—. Eres el encargado de su seguridad, te dije que toda la responsabilidad caía sobre ti.

—Lo lamento, señor —murmura sin mirarme—. Seguimos todo el protocolo, no encontramos nada fuera de lo común, por eso le hice entrega del paquete. De haberlo sabido...

—Pero no lo sabías, Gabriel —dice Roger, quien está cruzado de brazos en una esquina de la habitación—. No es tu culpa, debimos ser más precavidos.

—¿Precavidos? ¡Una maldita bomba sería mejor que esto! ¿Acaso no lo entiendes?

—Por supuesto que lo entiendo, y por eso estoy seguro de que nadie tiene la culpa —dice con los dientes apretados, mi mandíbula se tensa y tengo que hacer acopio de toda mi fuerza de voluntad para no dispararles a los dos—. No busques culpables dónde no los hay.

—Vete, Gabriel —el castaño asiente y se retira en completo silencio—. ¿Puedo saber qué demonios pasa contigo? ¡Se supone que debes apoyarme a mí! ¿Sabes la gravedad del asunto?

—¿Y tú? Deberías estar arriba con tu esposa, no aquí intentando justificar los actos de un loco psicópata como lo es Bancardi —escupe.

—¿Crees que lo estoy justificando? —suelto una risa carente de humor—. ¡Ese hijo de puta está acabando con mi maldita paciencia!

—Y el único culpable de todo esto, es él. Ni Gabriel, ni nadie más. El paquete llegó por su medio, no por el nuestro.

—Sabes perfectamente que todo estaría en orden si Melissa no hubiera abierto ese paquete...

—Se iba a enterar de todos modos, no puedes ocultárselo —dice, y tiene razón en cierto modo—. Deja de pensar tanto las cosas, sube y hazle compañía a tu mujer, yo me encargaré de todo esto.

Asiento y salgo de estudio soltando un suspiro. La casa está silenciosa y oscura, pero logro divisar un movimiento en la cocina. Azucena sigue despierta y mi ceño se frunció, al verme entrar a la cocina, suspira.

—Mi niño, ¿crees que Mel quiera comer algo? —pregunta preocupada.

—Lo dudo mucho, Azu —suspiro—. Pero veré qué puedo hacer, tú ve a dormir.

—Descansa, mi niño.

Subo las escaleras con lentitud, escuchando únicamente el silencio como música de fondo, es tan agobiante que me eriza la piel. Cuando ingresé a la habitación, esperé encontrarla en la cama dormida, pero no fue así. Estaba sentada en el sillón cerca de la ventana, con las piernas pegadas a su pecho y su rostro escondido entre sus brazos. Cerré la puerta detrás de mí con mucho cuidado, ella siguió sumergida en sus pensamientos y no se percató de mi presencia hasta que ocupé el lugar junto a su cuerpo.

La sed de mi almaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora