53. Un largo, largo día.

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¿Cómo se puede llevar a un hermano al cementerio? ¿Cómo se puede tomar la decisión correcta? ¿Enterrarlo o llevarlo a un horno crematorio? ¿Qué sería lo mejor? ¿Qué debía hacer? ¿Cómo hacerlo? ¿Cuándo?

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¿Cómo se puede llevar a un hermano al cementerio? ¿Cómo se puede tomar la decisión correcta? ¿Enterrarlo o llevarlo a un horno crematorio? ¿Qué sería lo mejor? ¿Qué debía hacer? ¿Cómo hacerlo? ¿Cuándo?

Tantas preguntas llegan a mi mente, pero tomé la decisión más aceptable aún en mi estado de tristeza, o eso creo. Cuando nuestros padres murieron, Marcel tomó la decisión y los cremaron. Yo creí que era lo más adecuado, así que eso hicimos.

Kyle se encargó de todo junto con Roger, dejándome a mí la obligación de llevarlo al mar, en dónde me despedí de él como nunca pensé que lo haría, dejando que una pequeña parte de mi corazón se fuera con él. Solo me quedé con los recuerdos, esos de cuando éramos unos niños inocentes que fueron víctimas de los errores de sus padres, aquellos hermanos que se amaban sin límites.

Marcel fue mi mejor amigo, mi mano amiga y el hombro en el cual derramé cientos de lágrimas. Cometió errores, unos que ni siquiera sé cómo describirlos, pero no podía guardarle rencor por siempre. Así que, cuando estaba esparciendo sus cenizas en el mar, supe que él se había liberado cuando lo perdoné ese al teléfono.

—Adiós, hermano.

Mi voz fue baja, tan suave y sutil que, de alguna manera, creí que el viento se las llevaría al lugar exacto en dónde se encontraba Marcelino, y que, de alguna manera, él las escucharía.

Para cuándo llegó la hora de volver a casa, sentí como si diez kilos hubieran sido bajados de mis hombros, como si llevara una carga innecesaria sobre mi, una culpa que no debía ser mía. Ese día le di un último adiós a mi hermano, y, aunque me dolía, sabía que él estaba en un mejor lugar. Descansando.

[...]

—Hola —sonreí entrando al estudio, Kyle levantó su mirada del computador y me regala una sonrisa.

—¿Qué haces despierta a estas horas? —pregunta, apoyando su espalda en el respaldo de la silla, mirándome caminar hacia él.

—Te extraño —hago un puchero, poniendo mis manos en sus hombros y sentándome en su regazo—. ¿Qué tanto haces aquí?

—Contabilidad, Mel. Soy el jefe, tengo que mantener todo en orden —dice, subiendo una de sus manos por mi pierna, mientras que la otra está en mi trasero.

—¿La contabilidad de los casinos? —pregunté mirando la pantalla de la laptop—. ¿No dijiste que esa información la llevaba Roger?

—Sabes demasiado, Mel —pellizca mi mejilla, sonrío inocente—. Roger lleva la contabilidad, solo le estoy haciendo un pequeño favor.

—Oh —muerdo mi labio y llevo mi mano al mouse inalámbrico para ampliar la imagen—. ¿Por qué tienes la información en un documento copia? No es mejor... ¿Hacer esto? —tecleo con rapidez, copiando todo el texto y abriendo un documento nuevo—. Así no se te perderá.

La sed de mi almaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora