CAPÍTULO 7

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ALEXANDRA PEMBERTON

Durante todo el camino a casa, no pude dejar de sonreír y no logré sacar a Lucca de mi mente, sin ninguna duda había disfrutado de este día y me había divertido como hace mucho no lo hacía, lo cual era sorprendente y aterrador, porque toda la alegría que sentía en parte había sido gracias a quien debería ser mi peor enemigo.

¿Lucca tendría razón? ¿No teníamos por qué odiarnos? ¿Podíamos solo ser nosotros?

Nunca antes había considerado esa opción o tal vez nunca creí que la tenía; cualquier persona en cuanto oía mi apellido, se comportaba diferente conmigo, nadie me trataba solo como Alexandra, para todos yo era una Pemberton y eso era lo que en verdad les importaba; el único que siempre me había visto como era en verdad, era Noah, aunque por momentos, aun él me trataba como se suponía que las personas debían tratarme por quien era yo y de que familia provenía.

La propuesta de Lucca llamaba mucho mi atención, porque, aunque yo amara a mi familia más que a nada y me encantara tener el mundo a mis pies, una parte de mí quería ser solo Alexandra, ser solo una chica que pudiera decidir por sí misma, sin tener que cargar con un legado sobre los hombros; sin tener que cumplir expectativas inalcanzables o tener que sacrificarme por complacer a mi padre; quería ser solo yo y sentir la libertad.

Lucca debía de conocer muy bien ese sentimiento, porque, aunque proveníamos de familias diferentes, ambos éramos herederos y sabíamos muy bien lo que eso significaba; un heredero era como un ave encerrada en una jaula de oro, lo teníamos todo sin necesidad de pedirlo, pero nos cortaban las alas para que obedeciéramos y continuáramos el camino trazados para nosotros.

Ante los ojos de los demás, éramos afortunados, porque cualquier cosa que pudiéramos desear, estaba a nuestro alcance, excepto a libertad; nuestras jaulas de oro jamás podrían ser abiertas y no importaba cuanto nos esforzáramos por escapar, nunca podríamos hacerlo; para nuestras familias, lo verdaderamente importante era que continuáramos con su legado y nos convirtiéramos en quienes ellos querían que fuéramos, no interesaba si queríamos o no hacerlo, era una regla implícita, nosotros no podíamos soñar con algo diferente, no podíamos dejarnos llevar, no podíamos elegir.

A simple vista, parecía un pequeño precio a pagar si teníamos en cuanta que podíamos tenerlo todo, pero con el tiempo uno aprende que las cosas materiales no valen tanto si uno nunca puede ser quien es en verdad.

En mi caso, durante lo que llevaba de vida siempre había representado muy bien mi papel, me había convertido en la persona que mi padre quería que fuera; me había esforzado por sobresalir y cumplir sus expectativas, no me involucraba en escándalos y me comportaba como la hija perfecta, como la estudiante más inteligente, como la mujer que yo debía de ser, sin errores, sin problemas, sin permitirme desear algo más, pero estaba agotada.

Estaba cansada de ser esta persona y aunque sonara como una locura, Lucca me había hecho sentir que podía ser quien quisiera en verdad y se había sentido como una bocanada de aire fresco que no quería olvidar.

Cuando llegué a casa, todas las luces ya estaban apagadas, así que subí directamente a mi habitación y me acosté sobre la cama aun con la sonrisa en mi rostro; poco a poco fui quedándome dormida con el recuerdo de este maravilloso día inundando mis sueños.

Desperté temprano como cada mañana y una de las mucamas preparó mi baño mientras yo elegía la ropa con la que me vestiría; dejé todo sobre la cama y entré a la bañera, el agua caliente me ayudó a relajar mis músculos y el aroma de las rosas calmó mi mente; unos veinte minutos después, me coloqué la bata de baño y me senté frente al tocador.

-        ¿Cómo desea que la peina señorita? – me preguntó Olivia, la mucama que siempre me ayudaba a arreglarme y cuidaba de mí

-        Como quieras... - respondí restándole importancia; ya tenía mucho en la cabeza y lo último que necesitaba era preocuparme de frivolidades

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