Los documentos de Hans Von Müller

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"Esta bien"

"Ella está bien"

"Hans está con ella"

"Hans es su esposo"

"Candy va a estar bien"

"Hans saldrá de esto y... estará con ella"

"Hans estará con Candy..."

"Todo está bien"

-¿Estás bien?

-Si

El viaje fue muy penoso. Cerca de Mestre nos tuvieron estacionados mucho rato, y los chicos vinieron a observamos.
Mandé a un chiquillo a comprarme una botella de coñac, pero volvió diciendo que sólo había grappa. Le dije que la comprara y, cuando me la trajo, le regalé el cambio.
Mi vecino y yo nos emborrachamos, y así pude dormir hasta Vicenza. Me desperté y devolví todo en el suelo. Esto no tenía ninguna importancia, ya que antes mi vecino lo había hecho varias veces. Después me sentí incapaz de soportar la sed y cuando llegamos a Verona llamé a un soldado que paseaba a lo largo del tren, y me trajo agua. Desperté al muchacho que también estaba borracho, y le ofrecí agua. Me pidió que se la echara a la cabeza y volvió a dormirse. El soldado rehusó la moneda que quería darle y me trajo una carnosa naranja. La sorbí, y observé a un soldado que se paseaba delante de un tren de mercancías; momentos después el tren daba una sacudida y arrancaba.

Llegamos a Milán por la mañana, muy temprano, y nos apearon en la estación de mercancías. Una ambulancia me llevó al hospital americano.
Tendido en una camilla, dentro del coche, no podía enterarme por dónde pasábamos, pero cuando bajaron mi camilla vi un mercado y una taberna abierta, en la que una mujer estaba barriendo. Los camilleros pusie- ron mi camilla delante de la puerta y entraron. El conserje salió con ellos. Llevaba bigotes grises y una gorra de portero. Iba en mangas de camisa. La camilla no cabía en el ascensor y discutieron qué era mejor, si sacarme de la camilla y subirme en el ascensor o dejarme en ella y subirme por las escaleras.
-Despacio -dije-. Tengan cuidado.
En el ascensor cabíamos justos y mis piernas, dobladas, me dolían mucho.
-Extiéndanme las piernas -pedí.
-No podemos, signor teniente. No hay sitio. El hombre que decía esto me rodeaba la cintura con su brazo y yo me cogía a su cuello. Su aliento, cargado de ajo y de vino tinto, me daba en la cara.
-Ten mucho cuidado -dijo el otro hombre.
-Pero ¿te crees que soy un marrano?
-Te digo que tengas cuidado -repitió el hombre que me sostenía los pies.
Vi cómo el conserje cerraba las puertas del ascensor; luego, la reja. Apretó el botón del cuarto piso. El conserje parecía preocupado. El ascensor subía lentamente.
-¿Peso mucho? -pregunté al hombre que olía a ajo.
-No mucho -contestó.
Tenía la cara cubierta de sudor y gemía. El ascensor subió sin dar sacudidas y se paró. El hombre que me sostenía los pies abrió la puerta y salió. Nos hallábamos en una galería. Había varias puertas que tenían la empuñadura de bronce. El hombre de los pies tocó un botón que hizo sonar un timbre. No vino nadie. Entonces apareció el conserje por la escalera. -¿No hay nadie aquí? -preguntaron los camilleros.
-No lo sé. Todos duermen abajo.
-Avise a alguien.
El conserje apretó el timbre, después golpeó la puerta, la abrió y entró. Volvió con una mujer ya entrada en años y que usaba lentes. Sus cabellos, mal sujetos, se le caían. Llevaba el uniforme de enfermera.
-No comprendo -dijo-. No comprendo el italiano.
-Yo hablo -dije-. Preguntan dónde me pueden colocar.
Las habitaciones no están preparadas. No esperábamos heridos.
Se sujetó el cabello y me miró con sus ojos miopes.
-Dígales a qué habitación me pueden llevar.
-No lo sé -dijo-. No esperábamos heridos, por lo tanto no sé dónde ponerle.
-En cualquier sitio me es igual -dije.
Después me dirigí al conserje, en italiano. -Búsqueme una habitación vacía.
-Están todas vacías -dijo el conserje-. Usted es el primer herido.
Tenía la gorra en la mano y miraba fijamente a la vieja enfermera.
-Por el amor de Dios, llévenme a cualquier sitio.
En mis piernas dobladas el dolor iba aumentando. Los pinchazos me llegaban hasta el hueso. El conserje salió, con la mujer del cabello gris, volvió rápidamente.
-Síganme -dijo.
Me transportaron por un largo corredor hasta una habitación que tenía las persianas cerradas.

Tenía una gran cama y un armario con espejo. Me pusieron sobre la cama.
-No puedo poner las sábanas. Están bajo llave. No le contesté.
-Tengo dinero en el bolsillo -dije al conserje-, en el bolsillo abotonado.
El conserje tomó el dinero. Los dos camilleros permanecían de pie, junto a la cama, con sus gorras en la mano.
-Déles cinco liras a cada uno y quédese usted con otras cinco. Mis papeles están en el otro bolsillo. Entrégueselos a la enfermera.
Los camilleros dieron las gracias y saludaron.
-Adiós -les dije-, y muchas gracias.
Saludaron nuevamente y partieron.
-Estos papeles -dije a la enfermera-, dan todas las indicaciones referentes a mi herida y el tra- tamiento que me han dado.
La mujer tomó los papeles y los examinó a través de sus lentes. Eran tres hojas dobladas. -No sé qué hacer. No entiendo italiano.
Sin orden del doctor no puedo hacer nada. -Se puso a llorar y guardó los papeles en el bolsillo de su delantal. Sin dejar de llorar, preguntó-: ¿Es usted americano?
-Si. Le ruego que ponga mis papeles en la mesilla de noche.
La habitación estaba oscura y hacía fresco. Tendido en la cama podía ver el gran espejo que había al otro lado de la habitación, pero no distinguía lo que reflejaba. El conserje permanecía de pie junto a la cama. Era de rostro agradable y muy amable.
-Puede irse -le dije-. Usted también puede retirarse -dije a la enfermera-. ¿Cómo se llama us- ted?
-Señora Walker.
-Puede irse, señora Walker. Creo que podré dormir.
Me quedé solo en la habitación. Estaba fresca y no olía a hospital. El colchón era fuerte y confortable. Tendido, apenas sin respirar, estaba contento al notar que el dolor iba disminuyendo. Luego tuve ganas de beber un vaso de agua. Encontré el cordón de un timbre junto a la cama. Llamé, pero no vino nadie. Me dormí.
Cuando desperté, miré a mi alrededor. El sol se filtraba a través de las persianas. Vi el gran armario, las paredes desnudas y las dos sillas. Mis piernas, con las vendas sucias, colgaban fuera de la cama, muy rígidas. Ponía todo el cuidado en no moverlas. Tenía sed. Cogí el timbre y pulsé el botón. Oí como se abría una puerta. Miré. Era una enfermera. Era joven y bonita.
-Buenos días -le dije.
-Buenos días -contestó, acercándose a la cama-. No hemos podido encontrar al doctor. Ha ido al lago de cómo. Nadie sabía que iban a traer heridos tan pronto. A propósito. ¿Qué es lo que tiene?
-Estoy herido. En las piernas y en los pies. Mi cabeza también ha sido alcanzada.
-¿Cómo se llama?
-Hans, Hans Von Müller.
-Voy a lavarlo. Pero no podemos tocarle los vendajes hasta que llegue el doctor.
-¿Está aquí miss Soledad?
-No, no hay nadie que se llame así.
-¿Quién es esta mujer que se ha puesto a llorar cuando me han traído?
La enfermera se rió.
-Es la señora Walker. Esta noche estaba de guardia y se durmió. No esperaba que llegara nadie.
Mientras hablábamos me iba sacando la ropa, y cuando estuve desnudo, a excepción de las vendas, me lavó suave y delicadamente. Ya con el descanso pude ponerme de pie y caminar otra vez. Estas abluciones me hicieron mucho bien.

Reencuentro en el vértice Donde viven las historias. Descúbrelo ahora