"Interesado"

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Frente al chalet, un camino subía hacia la montaña.
Las rodadas y los hoyos estaban duros como el hierro a causa de la helada.

El camino subía directamente a través del bosque, y, rodeando la montaña, atravesaba las praderas, uniendo granjas y chozas que en ellas había, dirigiéndose luego al lindero de los bosques, por encima del valle.

Este era profundo y, en el fondo, había un arroyo que iba para al lago, y cuando el viento soplaba en el valle se oía el ruido del agua sobre las piedras.

Algunas veces dejábamos el camino para seguir un atajo a través de los abetos.

El suelo del bosque era suave bajo los pies. La helada no lo endurecía como endurecía el camino.

Pero poco nos importaba la dureza del camino, ya que llevábamos clavos en las suelas y en los tacones de los zapatos, y los clavos se hundían en las rodadas heladas. Con esta clase de calzado era agradable y vivificante andar por los caminos. Pero era todavía más encantador andar por los bosques.

Frente a la casa que habitábamos, la montaña bajaba perpendicularmente hacia una pequeña llanura a la orilla del lago, y nos sentábamos en la galería de la casa, al sol, y veíamos el camino que serpenteaba por los flancos montañosos, y los viñedos en arriates en la vertiente de la menos alta de las montañas, con las vides que el invierno había matado y los muros de piedra que separaban los campos y, por debajo de los viñedos, las casas de la ciudad en la llanura reducida, a la orilla del lago.

En éste había una isla con dos árboles, que se parecían mucho a las dos velas de una barca de pesca. Las montañas del otro extremo del lago, eran abruptas y escarpadas y, a lo lejos, al extremo del lago, se extendía el valle del Alster, muy liso entre dos hileras de montañas.
Remontando el valle, en la hendidura montañosa, se encontraba el Harburger. Era una alta montaña nevada que dominaba el valle pero estaba tan lejos que no hacía sombra.

Cuando el sol era fuerte, comíamos en la galería, pero si no lo era comíamos arriba, en una pequeña habitación que tenía las paredes de madera natural, y una gran estufa en un rincón.

Compramos libros y revistas en la ciudad, y un ejemplar de Hoyle, y aprendimos muchos juegos de cartas para dos.

La pequeña habitación de la estufa era nuestro salón. Había dos sillas muy cómodas y una mesa para los libros y las revistas; jugábamos a cartas en la mesa de comer.

El señor y la señora Guttingen ocupaban los bajos, y a veces los oíamos hablar por la noche, y, juntos, también eran muy felices. Él había sido maitre d'hotel y ella camarera en el mismo hotel, y habían hecho economías para poder comprar esta casa.
Tenían un hijo que hacía el aprendizaje para ser mayordomo. Estaba en un hotel de Zurich, En los bajos había una sala donde vendían vino y cerveza, y algunas veces, al atardecer, oíamos carreteros que se paraban en el camino, y los hombres subían los peldaños para ir a la sala, a beber un vaso de vino.

En el pasillo, junto a la puerta del salón, había una arca para la leña. Servía para alimentar nuestro fuego.
Pero nunca velábamos hasta may tarde. Nos acostábamos en la oscuridad de la gran habitación, y abría las ventanas, contemplaba la noche, las estrellas heladas y los abetos bajo la ventana, y corría muy aprisa a meterme en la cama.
Se estaba muy bien en ella, con la noche más allá de la ventana y con un aire tan frío y tan puro. Dormíamos profundamente y, si me despertaba, ya sabía el único motivo; tiraba más arriba el edredón de pluma, con suavidad para no despertar a Candy y volvía a dormirme, muy caliente, bajo la novedad de las mantas tan ligeras y suaves.

La guerra me parecía tan lejos como los partidos de fútbol de cualquier colegio.

Pero sabía por los periódicos que aún luchaban en las montañas, porque todavía no nevaba.
Algunas veces bajábamos a pie hasta el centro.

Había un atajo que venía de la montaña, pero era muy perpendicular y, generalmente, íbamos por la carretera, sobre el camino ancho y duro, y andábamos entre los campos, luego, más abajo, por entre las casas de los pueblos que encontrábamos a nuestro paso.

Siguiendo nuestro camino pasábamos frente a un viejo castillo de piedra. Elevaba su mole cuadrada sobre una especie de plataforma en la ladera de la montaña, con viñedos en arriates, cada cepa atada a un tutor, las viñas secas y pardas, y la tierra preparada para la nieve, y abajo, el lago, liso y gris como el acero.

La carretera hacía mucha pendiente, después del castillo, en seguida tiraba a la derecha y por fin entraba por una bajada muy pronunciada, llena de puntiagudas piedras.
No conocíamos a nadie.
Bordeábamos el lago, mirábamos los cisnes y la gran cantidad de gaviotas y golondrinas marinas que huían al acercarnos nosotros y gritaban mirando el agua.
En el centro había bandadas de somormujes, pequeños y negros, que al nadar trazaban estelas en el agua. Por la ciudad seguíamos la calle Mayor mirando los escaparates de los almacenes.
Había muchos grandes hoteles cerrados, pero la mayoría de los almacenes estaban abiertos y la gente estaba muy contenta de vernos.

Había un gran salón de peluquería en el cual un día entró Candy para hacerse arreglar el pelo.

La mujer que lo dirigía era muy jovial y era la única persona que conocíamos en Hamburgo.

Para esperar a Candy fui a una cervecería donde bebí cerveza negra de Munich mientras leía los periódicos. Leí el Corriere della Sera y los periódicos ingleses y americanos de París.

Habían suprimido todos los anuncios, seguramente para impedir comunicarse por este medio con el enemigo. Los periódicos no traían nada bueno. Todo iba muy mal, por todas partes. Estaba sentado en un rincón de la sala, con un gran jarro de cerveza negra y una bolsa de papel, llena de pretzels. Me gustan los pretzels por su sabor salado y también por el buen gusto que daban a la cerveza, mientras leía las noticias del desastre.

Esperaba la llegada de Candy que no venía.

Volví el periódico a su sitio y subí por la calle para irla a buscar. Era un día frío, triste y brumoso; incluso las piedras de las casas parecían frías.

Candy aún estaba en la peluquería. La mujer le ondulaba el pelo.

Me senté en su departamento y miré. Era un espectáculo excitante.

Candy sonreía y me hablaba, y porque estaba "interesado", mi voz era ronca. Las tenacillas hacían un ruido agradable y veía a Candy en tres espejos. En el departamento, se estaba caliente y bien.

Luego, la mujer levantó los cabellos a Candy y ésta se miró en el espejo e hizo algunos cambios, sacando y poniendo horquillas. Por fin se levantó.

-Siento haber tardado tanto -se excusó.

-El señor estaba muy interesado contemplando la operación, ¿no es verdad, señor? La mujer sonreía.

-Sí -le contesté.

Salimos y subimos por la calle. Hacía frío y había bruma, y el viento soplaba.

-Candy, te amo- le dije.

-Yo también te amo, Albert- respondió

-A ese cabello le falta un hermoso vestido - tome de la mano a Candy y la conduje a una boutique que había visto al llegar.

Reencuentro en el vértice Donde viven las historias. Descúbrelo ahora