Bombardeo 3

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Uno no puede darse cuenta del tiempo que pasa en un río cuando la corriente es muy rápida. El tiempo parece muy largo y tal vez sea muy corto. El agua era fría y muy alta, y arrastraba despojos arrancados a la orilla durante la crecida.

Era muy afortunado al tener un gran tablón para sostenerme. Con la barbilla apoyada en la madera, me dejaba llevar por la helada agua, manteniéndome más mal que bien con las manos.
Temía sufrir un calambre y deseaba acercarme a la orilla. Bajé por el río haciendo una gran curva. Empezaba a estar bastante claro para poder ver los matorrales a lo largo del rio. Había una isla de verdor frente a nosotros y la corriente se orientaba hacia el ribazo.

Me pregunté si no haría mejor en desnudarme y quitarme los zapatos para intentar llegar a la orilla nadando.

Rechacé esta solución Sólo tenía una idea, alcanzar la orilla de una manera o de otra, pero más bien me encontraría molesto si llegaba descalzo.

Tenía que llegar hasta Quedlinburg a cualquier precio.

Veía la orilla que se acercaba, se alejaba, se acercaba. Mi movimiento disminuía. Ahora la orilla estaba muy cerca, podía distinguir las ramas de un sauce. El tablón giró lentamente y la orilla quedó detrás de mí, y comprendí que estaba en un remolino. Giraba lentamente.

Cuando volví a ver la orilla, muy cerca, probé, sosteniéndome sólo con una mano, de acercar el tablón a tierra firme, con la ayuda de las piernas y del otro brazo. Fue en vano, tenía miedo de no salir del remolino. Agarrado con una mano, apreté las piernas contra el tablón y lo empujé con todas mis fuerzas hacia la orilla. Veía los matorrales, pero a pesar de mi esfuerzo y mi vigoroso braceo, la corriente se me llevaba. Entonces creí que iba a ahogarme a causa de las botas, pero luché, me debatí en el agua y, cuando levanté la vista la orilla se me acercaba.
El peso de mis piernas me trastornó.
Continué luchando y nadando, y por fin alcancé la orilla.
Me cogí a la rama de un sauce, y no tuve fuerzas para salir del agua; pero sabía que ya no estaba en peligro de ahogarme. Mientras estaba agarrado al tablón, no había pensado en la posibilidad de ahogarme. Me sentí el estómago vacío. Tenía náuseas y dolores en el pecho a causa de todos mis esfuerzos. Agarrado a las ramas esperé Cuando me pasó el malestar subí por las ramas del sauce; luego, descansé de nuevo apretando brazadas de hojas, con las manos agarradas a las ramas.
En seguida, estirado, me abrí camino a través de los sauces hasta el ribazo. Tendido en la carretera, escuchaba el ruido del río y de la lluvia.

Después de un momento me levanté y anduve a lo largo de la orilla. Sabía que no había ningún puente antes. Calculé que debía encontrarme frente a Quedlinburg

No sabia qué decisión tomar. Delante de mí había una zanja que daba al río. Fui a ella. Hasta entonces no había visto a nadie. Me senté al borde de la zanja, detrás de los matorrales. Me quité los zapatos y vacié el agua que había dentro. Me quité la guerrera y saqué la cartera del bolsillo interior. Los documentos y el dinero que había en ella estaban todos mojados. Retorcí la guerrera. Me quité el pantalón y también lo retorci. Hice lo mismo con mi camisa y con mi ropa interior. Me di palmadas y me friccioné, luego volví a vestirme. Había perdido la gorra de oficial.

Antes de ponerme la guerrera arranqué las estrellas de la ropa de encima de las mangas, y las puse en el bolsillo interior con el dinero. Mi dinero estaba mojado, pero intacto. Lo conté. Tenía seis mil liras y pico.
Mis ropas estaban mojadas y viscosas. Sacudía los brazos para conservar la circulación.
Mi camiseta y mis calzoncillos eran de lana, y sabia que no corría el peligro de enfriarme mientras no me quedara inmóvil.
Me habían cogido el revólver por el camino y me coloqué la pistolera bajo la guerrera. No tenía capote y la lluvia era fría. Subi a lo largo del canal.
Era de día. La campiña estaba mojada, rasa y lúgubre. Los campos estaban desnudos y mojados. Muy lejos, en el horizonte, podía divisar un campanario que se elevaba por encima de la llanura.

Llegué a una carretera. Frente a mi vi tropas que avanzaban por la misma. A rastras me coloqué a un lado de la carretera para dejarlas pasar.

Parecieron no notar mi presencia.

Era un destacamento de ametralladoras que se dirigía hacia el río. Continué mi camino.

Aquel día crucé la llanura. Es una región baja y, bajo la lluvia, aún parece más llana.
Todos los caminos siguen las desembocaduras del río hasta el mar, y para cruzar la campiña hay que seguir los caminos a lo largo de los canales. Me dirigía hacia el Sur, y tuve que cruzar dos vías de ferrocarril y varias carreteras.
Por fin, al final de un camino, desemboqué a una vía que por aquel sitio costeaba un pantano. Era la principal.
Consistía en un terraplén elevado y muy sólido con una doble via. Un poco más lejos había un apeadero. Vi que había centinelas. En la otra dirección había un puente, sobre un pequeño río que desembocaba en la laguna. Vi que en el puente también había un centinela. Mientras cruzaba los campos, al Norte, había visto pasar un tren por esta línea; visible desde lejos en esta llanura sin relieves, pensé que un tren podría venir de Quedlinburg
Miré a los centinelas y me acosté sobre la pendiente de manera que pudiera vigilar la via por los dos lados.
El centinela del puente subió un poco hacia mí, a lo largo de la vía; luego, dio media vuelta y volvió al puente. Permanecí tendido. Tenía hambre. Esperaba un tren. El que había visto era muy largo y la locomotora avanzaba muy lentamente y estaba seguro que podría subirme a él. En el momento en que iba a abandonar toda esperanza, vi llegar un tren. Al acercarse, la máquina iba haciéndose grande, lentamente. Miré al soldado que vigilaba el puente. Andaba por este lado del puente, pero más allá de los rieles, de manera que no podía verme cuando pasara el tren. Miré cómo se acercaba la máquina. Le costaba. Vi que tenía muchos vagones. Sabía que habría centinelas en el tren e intenté ver dónde estaban, pero, obligado a esconderme, no lo logré. La locomotora casi ya había llegado al sitio donde yo estaba acostado. Cuando estuvo muy cerca de mí, jadeando y soplando incluso en terreno llano, esperé que el conductor hubiera pasado; después me levanté y me acerqué lo más posible a los vagones. Si los centinelas vigilaban, resultaría menos sospechoso de pie en la vía. Pasaron varios vagones de mercancías cerrados. Luego, vi uno de estos vagones bajos y descubiertos que los alemanes llaman vagones. Lo cubría una lona.

Esperaba para saltar que me hubiese casi adelantado. Agarré entonces la barra de apoyo de detrás y me icé. Me arrastré entre los vagones y el sobradillo del gran vagón de mercancías al cual estaba enganchado.

Estaba seguro de que nadie me había visto. Agarrado a las barras me agaché, con los pies sobre los topes. Casi llegábamos al puente. Me acordé del centinela. Cuando pasamos me miró. Era un hombre joven. Su casco era demasiado grande para él. Lo miré con desprecio y él volvió la vista. Pensó que formaba parte del convoy.

Habíamos pasado. El centinela miraba pasar los otros vagones con semblante preocupado. Me incliné para ver cómo estaba sujeta la lona. Tenía unas anillas por las que pasaba una cuerda que la sujetaba al borde del vagón. Cogi un cuchillo, corté la cuerda y deslicé mi brazo por debajo. Había masas duras bajo la lona, que la lluvia atiesaba. Miré hasta el principio del tren. Un soldado hacía guardia en el vagón de mercancías, pero miraba por delante de él. Solté las barras y me introduje bajo la lona.

Mi frente dio contra algo.

El golpe fue terrible y sentía que la sangre me corría por la cara, pero me arrastré y permaneci tendido. Después de un momento me volví y me puse a atar de nuevo la lona. Estaba escondido bajo la lona, entre cañones. De ellos se desprendía un sano olor a aceite y grasa. Acostado, escuchaba el ruido de la lluvia bajo la lona y el crujir de los vagones sobre los rieles. Se filtraba una luz tenue. Miré los cañones. Estaban cubiertos con sus fundas. Pensé que debían proceder del Tercer Ejército. Tenía un gran chichón en la frente y detuve la hemorragia permaneciendo acostado inmóvil para dejar que la sangre se coagulara. Luego, quité la sangre cuajada alrededor del corte. No era nada. No tenía pañuelo, pero a tientas, con el agua de la lluvia que goteaba de la lona, lavé el sitio donde se había cuajado la sangre y me sequé con la manga de la guerrera. Procuraba no moverme mucho para no llamar la atención. Sabía que tenía que bajar antes de llegar, pues allí se ocuparían de los cañones.

No se podían permitir el lujo de perder los cañones o de olvidarlos. Tenía un hambre atroz.

El trayecto no fue largo.

Al fin había llegado a Quedlinburg.

Y estaba siendo bombardeada...

Reencuentro en el vértice Donde viven las historias. Descúbrelo ahora