Capítulo 40.

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TODO QUEDÓ OLVIDADO APENAS LA MADRE DE NOAH NOS LLAMÓ A COMER.

Volvió la presión en mi pecho; ya no era la persona que había jugado con Noah con tanta soltura, sino el cordero asustado en el que la falla de mi cerebro me obligaba a convertirme.

Noah lo notó, porque antes de salir de su cuarto dejó un beso en la coronilla de mi cabeza y dijo:

—Mi padre nunca habla y a mi madre no le interesa nada. No te preocupes.

Tragando saliva con dificultad, lo seguí al comedor, separado de la sala de estar por el sofá. Sus padres ya estaban sentados en la mesa, el padre a la cabeza y la madre en la otra punta. Mi familia nunca había sido de comer en una mesa—ni siquiera teníamos una para empezar—por lo que se me hizo raro que estuvieran tan distantes. Nuestros lugares habían sido puestos del mismo lado, elegí el más cercano a la madre. Los platos estaban servidos de pasta que lucía elaborada.

—Espero que te guste el pesto —dijo la madre de Noah.

Asentí con una sonrisa. Ni aunque lo odiara lo habría dicho.

El silencio de la cena solo era rellenado por la televisión frente a nosotros. El padre de Noah estaba viendo un partido de fútbol con todo el interés del mundo. Bebía cerveza, algo extraño junto a pastas, y de vez en cuando resoplaba con estrés. La madre, por otro lado, comía sin alzar la vista de su plato y se encogía en sí misma cada vez que el otro pegaba con más fuerza de la necesaria en la mesa. Noah estaba tenso a mi lado. Tenía la impresión de que la situación era habitual.

Poniendo todas mis reservas a un lado, puse mi mano libre sobre la suya debajo de la mesa.

—¿Esto tiene pimienta? —preguntó el padre con voz ronca.

—Claro que no —respondió la madre.

Definitivamente tenía pimienta. Noah le dio un apretón a mi mano e intenté buscar sus ojos, pero pareció encontrarle un gran interés a sus tagliatelle.

—Sabes que no me gusta —soltó con brusquedad el otro—. ¿Es que quieres matarme?

—¡No! No tiene pimienta, lo juro.

Él se llevó otro bocado a la boca e hizo una mueca de asco.

—Te he dicho una y otra vez que no le pongas puta pimienta.

La madre rogó con sus ojos que parara, pasando la vista de mí a su esposo repetidas veces. 

Con mi familia habían pasado cosas similares cuando nuestro padre aún estaba con nosotros. Sentía la necesidad de hacer algo, pero tampoco sabía si quedaría bien que me me metiera. 

Noah me estaba aferrando la mano libre con tanta fuerza que no me importó; tampoco que mi tenedor estuviera temblando.

—Noah, ¿recuerdas la vez que te conté que fui al hospital? —Intenté hacer mi tono ligero. Él me miró como si tuviera dos cabezas—. Soy tan alérgica a la pimienta que solo un grano arriesga mi vida. —Forcé una sonrisa.

Seguro ni era creíble. Seguro estaba arruinando todo. Seguro estaba quedando como una rara.

—¿Eres alérgica a la pimienta? —repitió el padre de Noah.

Crucé mis piernas para evitar que comenzaran a rebotar involuntariamente.

—Muy. Me alegra que esto no tenga —agregué para la mujer con otra sonrisa—. O temo que ya estaría en una ambulancia.

Ella comenzó a hablar en italiano. Noah acariciaba mi mano con su pulgar, un gesto que parecía inconsciente, y no sabía si era para calmarme a mí o a él.

El Manuscrito (#1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora