Capítulo 56.

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EL RESTO DE LA SEMANA TRANSCURRIÓ EN CALMA.

O algo así.

El miércoles volví a terapia.

El viernes fue el primer día que logré quedarme hasta la última clase, sin pánico. También acepté ir a la casa de Quinn para pasar el tiempo luego de la escuela.

Veía a Noah en la escuela y la conversación era vacía, como si él no quisiera hablar realmente. Aun así, nunca rompía su promesa de visitarme por la noche, donde pasábamos las horas abrazados en mi cama, la mayor de las veces en silencio o durmiendo.

El sábado, Afrodita volvió a la vida con un simple mensaje: "¿Podemos hablar?". Respondí que sí de inmediato.

Nos encontramos en el café de los '50 por la tarde. El lugar estaba lleno, pero logramos conseguir una mesa al fondo.

—¿Cómo estás? —preguntó mientras revisaba el menú, como si no se lo supiera de memoria.

—¿Tú?

—Estoy. —Se encogió de hombros.

No volvimos a hablar hasta después de que llegaran nuestros pedidos—dos cafés, nada para comer. Eso, en Dita, era una mala señal.

Mientras ella bebía de su café con la mirada perdida, intenté ver qué estaba mal.

Físicamente, eran los detalles los que delataban que el cuadro no pintaba bien. Su cabello estaba atado, algo que odiaba hacer; en vez de llevar ropa colorida o con corazones, tenía una camiseta negra que le había visto puesta por última vez en la primaria; calzas que detestaba, del mismo color; ni una gota de maquillaje, ni siquiera algún delineador de color como siempre; y no había sonreído ni una sola vez, ni siquiera al verme al inicio.

Dita tenía razón. Ella simplemente estaba.

La extrañaba. La tenía allí delante por primera vez en más de una semana, y seguía extrañándola.

Esperé a que dijera algo o a que me mirara al menos. Intenté ser paciente.

Había un límite para todo.

—Así que... —Carraspeé. Eso me dio su atención, por más vacíos que sus ojos lucieran—. ¿De qué querías hablar?

Tomé un sorbo de mi taza con nerviosismo mientras ella me observaba fijamente. Parecieron pasar años hasta que al fin habló:

—Te enojarás conmigo.

—Eso no suena como una pregunta.

—Me odiarás.

—¿Qué es? —pregunté entre dientes.

—Por favor. —Su voz se rompió. —. Por favor, no me odies por esto.

Y comenzó a contar su secreto.

Lloró, pausó un millón de veces, pidió otro café hacia la mitad, pero lo contó.

Para cuando acabó, la argolla de mi nariz pedía a gritos que dejara de jugar con ella. Tomé mi taza para intentar calmarme e hice una mueca al beber café frío. La dejé en la mesa y bajé las manos a mis piernas, mis uñas clavándose con desesperación en la piel desnuda.

Poco después de que Dita terminara, mientras esperaba mi respuesta, llegó una mesera.

—Chicas —dijo ella—, ¿quieren algo más?

Parpadeé.

—La cuenta —respondí.

Dita se dejó caer contra el respaldo de su asiento, como si se estuviera desinflando.

El Manuscrito (#1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora