Capítulo 4.

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EL LUNES SEGUÍA SINTIENDO COMO SI ALGO HUBIERA CAMBIADO EN MÍ.

Había pasado el resto del fin de semana reflexionando sobre mi reacción tan exagerada a lo que había pasado—sin querer salir de la cama, ni siquiera para la presentación a la que había prometido ir.

También había aprovechado para escribir. Había terminado el texto de práctica para la competencia que le mostraría en clase a Noah apenas lo viera, y también había escrito el primer capítulo de mi novela. El borrador que probablemente terminaría cambiando, pero el primer capítulo de todos modos. Escribí sobre una chica teniendo un ataque de algo y el novio consolándola, diciéndole que todo estaría bien, que él estaba allí para ella. Julian había logrado inspirarme para escribir, después de todo, aunque no me había basado en lo que él había hecho, sino en lo que deseaba que hubiera pasado.

Generalmente odiaba cuando se ponía dulce conmigo, me abrazaba y me besaba todo el tiempo, o me decía cosas tiernas. Era más del tipo de chica que prefería que su novio fuera juguetón, quizás incluso que me peleara todo el tiempo pero en broma. Cualquier cosa menos gestos dulces, que me parecían asquerosos y no sentía que hubiera nacido para ellos. Sin embargo, el sábado había revelado algo: además de ser dramática, quería un abrazo de vez en cuando.

El domingo, después de escribir ese primer capítulo que se parecía más a una carta para Julian con todo lo que me hubiera gustado que hiciera, había acabado llamando a Dita. Había llegado a mi casa en un santiamén, siempre dispuesta a dar abrazos. Me había dado consejos y consuelo que, luego de escucharlos, me hicieron sentir más tranquila. Dita tenía el don de hacer que todo pareciera mejor y que incluso yo viera el lado positivo de las cosas.

A pesar de ello, al llegar a clase de Astronomía no me sentía ni un poco tranquila. Ni una pizca. Ninguna parte de mi cuerpo estaba tranquila. Era la única clase que compartía con Heather y nadie más que conociera, y lamentablemente el destino de los asientos asignados había dado que se sentara detrás de mí.

—Podrías lavarte el cabello al menos si vas a venir a clase, Olivia —murmuró en mi oído, inclinándose sobre su asiento—. Nadie quiere oler tu mugre.

Era tan gracioso que hablara como si estuviera en una mala película adolescente y se creyera la antagonista que su insulto perdía valor.

—¡Qué valiente eres, Heather! —exclamé con falso elogio—. ¿Hablando de mugre cuando te acuestas con tu hermanastro? No muchos se animarían.

Rodando los ojos, volvió a acomodarse en su lugar.

Pasó el resto de la clase pateándome por debajo del asiento o murmurando cosas sobre mí para que los que estaban cerca escucharan. La ignoré lo mejor que pude, concentrada en las pequeñas flores que estaba dibujando en mi hoja o, si me aburría demasiado, en la voz lenta y monótona del profesor.

Cuando Heather habló sobre mi madre, ya no pude ignorarla.

—Olivia, me estaba preguntado... —comenzó con tono simpático, otra vez inclinándose sobre mí—. ¿Qué se siente saber que tu madre te odia tanto que prefiere quedarse en la cama a pasar tiempo contigo? —Rio por lo bajo—. No la puedo culpar, claro. 

Dejé la flor que estaba haciendo a medio terminar, sintiendo que hervía con furia.

Quería contestarle algo, cerrarle la boca con una buena respuesta, pero lo que fuera que le dijera no le afectaría tanto como ella me afectaba a mí—¿cuál era el punto? En cambio, ladeé la cabeza para verla, nuestros rostros a centímetros de distancia, y le sonreí con dulzura aunque lo que quería era pegarle. Se apartó de golpe.

No me había dado vuelta con esa intención—no sabía por qué lo había hecho, quizás para sonreírle y no mostrarme afectada—, pero saber que no podía ver mi rostro de cerca era una ventaja que usaría en el futuro. Ser fea tenía sus beneficios.

El Manuscrito (#1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora