Capítulo 3.

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MIS SUEÑOS.

No mis metas en la vida, sino aquello que ocurre cuando duermo.

El primer sueño que recuerdo—de toda la vida—es una pesadilla.

Iba a la lavandería con mi madre y, mientras ella hacía la fila para dejar la ropa sucia, me secuestraban. Los detalles se perdieron con el tiempo al ser algo de mi infancia muy temprana, pero sí recuerdo que me llevaban en una gran bolsa de basura a un cuarto oscuro del lugar, que tenía muchas lavadoras. Lavadoras con más niños dentro, tan pequeños como yo. El objetivo de mis secuestradores era meterme en una de esas máquinas.

Recuerdo que mi yo del sueño, esa niña tan insignificante con sus dos trenzas y sus grandes ojos que observaban todo con terror, llevaba lágrimas al exterior tal sangre al corazón.

Lo único que me importaba era estar con mi madre y que no se preocupara, que supiera que estaba bien y, más importante aun, que no la había abandonado. Ni siquiera me importaba lo que me había pasado, o el miedo a que me metieran en una de las lavadoras. Estaba preocupada por lo que podía sentir mamá.

De alguna, logré salir del cuarto de las máquinas y volver al frente de la lavandería. Recuerdo aparecer allí y notar que la fila seguía estando como la última vez que la había visto; las cajeras seguían atendiendo como si nada. Como si no me acabaran de secuestrar, el mundo seguía girando.

¿Y mamá? Ella ni siquiera notó que había desaparecido. O quizás sí, pero no le importó.

No era nada más que una niña diminuta que apenas había vivido e, incluso en ese tiempo, mi gran miedo era que nadie notara mi ausencia. Que fuera tan poco importante que podría irme y nadie haría nada para impedirlo. Desde chica, lo único que quería era que alguien me amara con tanta ferocidad como yo a aquella persona.

Uno de mis únicos recuerdos de toda mi infancia es esta pesadilla. Pesadilla que con el tiempo fue creciendo en este monstruo gigante demoledor de sueños y de mi posibilidad de confiar en alguien lo suficiente para amarla y permitir que me ame. De saber con seguridad total que jamás me dejaría, o que notaría mi ausencia.

Cuando terminó de leer, dejé de mordisquear mis uñas. Me preparé para lo peor.

—¿Qué te parece? —pregunté con la voz cargada de nervios y miedo a verlo a los ojos.

Vergüenza. Estaba acostumbrada a sentirla en cada paso de mi vida, era como si incluso respirar cerca de alguien que no fuera Afrodita me avergonzara. Ni la charla motivacional que me había dado a mí misma me había preparado para lo que sentí cuando Noah comenzó a leer mi texto para la competencia en voz alta.

Cuando le dije que prefería morir a que lo leyera frente a mí, me dijo que lo superara, que aun más gente lo leería en el concurso para juzgarlo.

No lo conocía mucho, pero en muy poco tiempo—los diez minutos que llevaba en mi casa—había aprendido que no tenía compasión. Era un monstruo desalmado encargado de alimentarse de la vergüenza de los demás.

—Es corto —fue lo único que dijo.

Corto. Había leído una experiencia traumática, reveladora, profunda, espectacular y solo eso tenía para decir.

—No está terminado —aclaré.

Claramente. Ni siquiera había llegado a la parte del análisis relacionada con el libro.

—Escribes lento, entonces.

Dejó el papel con los contenidos de mi alma a un lado y se acostó en el sofá. Mi querido, precioso, limpio sofá donde nadie se podía acostar con zapatos puestos, y que ahora tenía el largo cuerpo de Noah sobre él, Vans negras y sucias incluidas.

El Manuscrito (#1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora