Capítulo 19.

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UNA SEMANA MÁS LLEGÓ Y SE FUE TAL HUMO.

No sabía si alegrarme de que la época de exámenes ya casi terminara, o entrar en pánico porque el tiempo pasaba muy rápido. El domingo por la mañana me decidí por lo último.

No podía creer que ya casi terminara el año. Apenas había comenzado julio, claro, pero eran pocos los meses que quedaban de clases. Por más que odiara la escuela con cada parte de mi ser y llorara con cada una de las tareas o exámenes que tenía, al menos era algo estable en mi vida. Por cinco años había sido siempre la misma rutina, siempre el mismo camino a la misma hora, los mismos salones; todo era conocido. Veía a Dita todos los días, sufríamos juntas las clases y luego hasta podía estudiar con ella. Todo era con ella. ¿Y cuando terminara el año? Pasaría a estar sola. Afrodita iría a la universidad a estudiar Psicología, y yo no tenía la menor idea de qué hacer. A donde fuera que terminara, todo sería nuevo y aterrador.

Pasé horas y horas llorando porque la juventud se me escapaba por los dedos y no podía hacer nada al respecto. Pensar en que se suponía que eran los mejores años de mi vida y ya casi acababa. No me podía imaginar siendo una adulta con responsabilidades reales, viviendo por mi cuenta. Era tan imposible pensar en mí más allá de la adolescencia que intentarlo enviaba una punzada a mi pecho tan fuerte que apenas podía respirar. Mi llanto era de ese silencioso, cuando tu boca se queda congelada en una "o" pero no puedes hacer nada más que dejar caer las lágrimas. De esos que te sacudes y realmente piensas que acabarás muriendo de un paro cardíaco por llorar. No podía parar, no importaba lo que me dijera. Estaba viviendo los últimos momentos de mi vida como la conocía y no podía pausar el tiempo. Ni siquiera lo podía disfrutar de verdad, y eso era lo que más dolía. Mis años de adolescencia habían sido robados por mi propia mente.

Mientras que otros salían todas las noches, tenían millones de amigos y vivían sus años a pleno, yo no salía de mi casa a menos que Dita me acompañara. Se leía en todos los libros, se veía en todas las películas: la adolescencia se tenía que vivir a lo grande. Y no había nada que doliera más que saber que saber que mi cerebro era lo único impidiéndolo.

¿Por qué no podía hablar con nadie más con normalidad? ¿Por qué sentía que todo el mundo me juzgaba cada vez que respiraba, que todos estaban pendientes de cada uno de mis movimientos y esperando a que errara, pero al mismo tiempo pensaba que nadie sabía siquiera que existía? ¿Por qué me preocupaba tanto por cosas insignificantes? ¿Por qué no podía salir a menos que tuviera a Dita a mi lado? ¿Por qué no podía atender un simple llamado sin sentir que se me saldría el corazón por la boca, sin que mi voz se convirtiera en un chillido a mis oídos y no se me ocurriera qué decir sin importar la conversación? ¿Por qué?

Lloré por todo lo que me había perdido. Por todo lo que podría haber sido y yo sola me había impedido.

Sonó el timbre, lo que al fin interrumpió mi patético llanto. Frené mi música y revisé la hora. Eran las once de la mañana, la hora en que Noah se había invitado solo a llegar a mi casa. Mierda.

Salté a mi armario y revisé mi reflejo en el espejo que tenía pegado a la puerta. Tenía los ojos rojos e hinchados, al menos haciéndolos parecer más claros, al igual que mis labios, aunque estos parecían de un rojo sangre. Mi nariz no estaba en mejor estado. De todos modos, de alguna manera extraña, me sentía más linda cuando lloraba. Pasé una mano por mi cabello, exhalando con pesar. Me puse rápidamente una sudadera negra por sobre la remera de mi pijama y corrí a abrir la puerta.

—Al fin... —comenzó a decir Noah. Se calló de golpe al verme a los ojos.

—Te dije que no podías venir a esta hora. —Señalé mi rostro.

—¿Tenías programado llorar?

Me corrí para que pudiera pasar. Fuimos a mi cuarto, que estaba ordenado para variar—cortesía de no haber pasado casi ninguna noche allí, sino con Dita para poder estudiar hasta el último segundo juntas. Noah se acostó a lo ancho de mi cama con toda la tranquilidad del mundo y cerré los ojos por unos segundos, rogándole a Dios que me diera paciencia. Fui al baño a lavarme el rostro y, cuando volví, ya había sacado un montón de hojas y un libro. Me senté frente a él de piernas cruzadas y lo observé.

El Manuscrito (#1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora