Capítulo 1.

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NO ERA LA PRIMERA VEZ QUE ENTRABA CON MIEDO DE ENCONTRARLA MUERTA.

Siempre que tenía que ir a llevarle la comida o a revisar que siguiera respirando, lo hacía con paso dudoso, debatiendo si entrar o no.

No le deseaba a nadie vivir con el miedo de encontrar el cuerpo sin vida de su madre.

Esa vez no fue distinta. Di unos golpes en la puerta de su habitación antes de bajar el picaporte con el codo, haciendo malabares para que no se me cayera la bandeja que tenía en manos. Pestañeé varias veces para acostumbrarme a la oscuridad que había a pesar de que ya estaba amaneciendo.

—Buenos días, Mamá —dije desde el umbral.

Aunque no la podía ver, sabía que debía estar acostada bajo las miles de mantas que tenía en su cama. Eso, o en el baño vomitando. Quizás decir "buenos días" no era lo más adecuado.

No recibí respuesta, como era usual, así que entré con cuidado de no tropezar con algo y tirar la bandeja que—además de un desayuno saludable—tenía su medicamento. La dejé en la mesa a un lado de la cama y tomé aire: llegaba la parte más difícil.

—Esta vez he traído plátano, no ciruelas. —Mi voz salió baja y dulce, algo inusual en mí—. Intenta comer, ¿sí?

Tenía la vista fija en donde suponía que estaba; la débil luz del pasillo no me ayudaba mucho a distinguir algo más que su figura en la cama. Esperé unos segundos, dándole una oportunidad, antes de resignarme. No había conseguido que me dirigiera la palabra en los últimos tres meses; no lo conseguiría esa mañana.

Como no tenía mucho tiempo para perder, hice la peor parte con tanta rapidez como era posible. Encendí la lámpara de su mesa de noche y le arranqué las mantas de encima. Claro que fue difícil considerando que se aferraba a ellas como si su vida dependiera de hacerlo, pero la práctica hacía al maestro. 

Había dominado el arte de sacarle algo a alguien por mucho que este se resistiera tiempo atrás.

Cuando mi madre recibió el frío otoñal que se había colado en cada parte de la casa, se abrazó a sí misma y enterró el rostro entre las almohadas. 

—Vamos, siéntate así puedes comer bien. —Siguió inmóvil, sin dar señales de al menos reconocer que estaba allí—. En un rato llegará la abuela, no querrás que vea que otra vez no has comido, ¿no?

Amenazar con mi abuela, su madre, siempre lograba la más mínima reacción. Era una mujer que con su rigidez conseguía lo que quería, lo que era muy útil cuando se trataba de obligar a su hija deprimida a comer o cualquier otra actividad. Sin ella, habría estado completamente sola y no habría podido ayudar a Mamá. 

Consiguiendo el efecto buscado, la ayudé a sentarse. Al notar que estaba temblando de frío, volví a taparla con las mantas. Le pedí que estirara las piernas para poner la bandeja sobre ella con cuidado. Me alejé con un suspiro de alivio; esa mañana no había sido demasiado complicada.

Vigilé que comiera trocitos de plátano y bebiera al menos algo de té. Cuando se aclaró la garganta, casi salté en mi lugar de la sorpresa, acostumbrada al silencio.

—Sal —dijo. Su voz era áspera al haber salido de uso y muy baja, débil.

No era la de antes de la tragedia.

—¿Quieres sal para el plátano? —pregunté, descolocada. ¿Sería normal o debía preocuparme?

—No, vete. Sal de aquí.

—Claro. —Tragué saliva. Eso tenía más sentido—. Nos vemos más tarde. 

No cerré la puerta al salir.

El Manuscrito (#1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora