Capítulo 47.

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MI PSICÓLOGA ME DABA TAREAS.

Teníamos una cantidad vergonzosa de temas que tratar en nuestras sesiones—desde lo arruinada que estaba mi vida por fuera hasta mi defectuoso cerebro—, por lo que al final de cada una siempre me daba algo para hacer sobre un tema u otro. Siempre había una para intentar manejar mi ansiedad—como pedirle direcciones a alguien en la calle a pesar de conocer Edvey como la palma de mi mano—; a veces agregaba una más. La de este sábado fue pedirle a mis amigos que me describieran.

Había comenzado la sesión entre las líneas de "todos mis amigos me odian secretamente y sé que en algún punto de la vida me abandonarán". Gala había dicho que ninguno de mis amigos me odiaba, causando un monólogo de cinco minutos de mi parte del porqué sí lo hacían.

—Tus amigos no te odian —había dicho apenas pudo—. Eres una buena persona, Olivia.

Tenía la costumbre de hablar en oraciones cortas, o de repetir muchas veces la misma frase como si así se me fuera a quedar en el cerebro. Aunque no funcionaba, prefería que me hablara así a que coloreara las oraciones con eufemismos o demasiadas palabras asegurándome que era buena.

—Entonces te he engañado a ti también. —Me había recostado en el asiento, rendida.

—Tus amigos no te odian. Pregúntales qué piensan de ti realmente, tengan una conversación seria. Verás que tengo razón.

Lo había aceptado a regañadientes y habíamos cambiado de tema a otro de mis millones de problemas.

Al salir de la sesión, Quinn y Dita me estaban esperando fuera del edificio. Acepté con una sonrisa el café que me tendió Dita y comenzamos a caminar. El día era soleado y poco ventoso por lo que, sumado a la hora temprana, estaba hermoso para estar afuera.

Mientras caminábamos, empezaron a hablar de los exámenes que se avecinaban. No quería pensar en eso, sumado a que mi mente seguía haciendo foco en la tarea de mi psicóloga. No la cumpliría; no podía ir y pedirle a la gente que me describiera—tanto porque en realidad no quería saberlo, como porque era algo extraño de hacer. ¿Me lo había pedido a propósito, sabiendo que de inmediato creería que me haría quedar como una rara y mi miedo me lo impediría? Parecía que, pensara sobre el tema que fuera, siempre acabaría llegando al mismo problema: mi ansiedad. No lo aguantaba más.

Cuando un buen tiempo después—gracias a que caminaba más lento que una abuela—pasamos por la casa de Noah en el camino a la mía, Quinn me sorprendió sentándose en los escalones de su porche.

—No, no, no —hablé rápidamente—. No. Levántate. Otra vez no.

—¿Se han peleado? ¿Otra vez?

—No. Vamos.

Estiré una mano para tomar su muñeca, que evadió. Tomó su celular de su chaqueta, escribió algo y alzó la vista con una sonrisa triunfante.

—Tarde. Le acabo de avisar.

—¿Por qué no lo quieres ver? —preguntó Dita, acercándose al porche.

Me senté al lado de Quinn para quedar de espaldas a la puerta y suspiré exageradamente. No podía explicar por qué la idea de ver a Noah aceleraba mi corazón y hacía que quisiera esconderme. Era Noah, lo veía todos los días. Lo besaba todos los días. ¿Por qué me daba nervios algo tan simple? 

Tenía que ser mi ansiedad, claro.

—¿Saben qué? —Volví a pararme—. Iré a mi casa ahora, para ahorrar tiempo. Y nos vemos luego.

No les di tiempo a responder, simplemente continué el camino con tanta rapidez como podía. Ninguna me siguió, así que apenas doblé en la esquina volví a mi velocidad normal. El plan había sido que me acompañaran a buscar algunas cosas a mi casa—mi verdadera casa—; debería haber supuesto que Quinn le diría a Noah que nos acompañara, no era como si pudieran existir separados por mucho tiempo.

El Manuscrito (#1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora