18. El herido de Guernsey

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La ciudad no había guardado tanto silencio jamás; no se escuchaba ni la más tenue respiración de los indigentes cuyo hogar se encontraba en las calles más cerradas de la ciudad para guardarse del frío. Él andaba por la calle, rompiendo el silencio de la noche con sus pisadas, convirtiendo un ambiente plagado de paz en uno que se asemejaba más a un cuento de terror. El eco de sus pisadas le asustaba incluso a él, pero el destino era claro y no podía retroceder sus pasos.

            Intentó no pensarlo demasiado, y si se le venían a la cabeza ideas sobre darse la vuelta y volver a su casa, las desechaba pronto, recordándose que tenía el deber de hacerlo. Le hubiese gustado no acabar metido en ese trato, pero no le quedaba más remedio que aceptar las consecuencias de sus actos.

            No podía entenderlo, no podía en absoluto; de todas las personas del mundo, ¿por qué él? Que supiera, no había hecho nada malo nunca. Evidentemente cambiaría el curso de la historia, pero no podía ver una buena línea temporal sin él en la historia, nada buena. Qué triste sería un mundo sin él, pensaba. Qué duro, que distinto. Infame completamente. Había hecho tanto bueno, tanto bien. No se lo merecía, no le tocaba aún. No obstante, su destino iba a cambiar esa noche, y con él, el destino de la historia. No quería hacerlo, le era admirado, y no tenía más remedio. Parecía que le habían mandado a él a sabiendas, conociendo su historial intelectual. Hacer aquello era algo que no se iba a perdonar en la vida, y no tenía otra forma de seguir adelante. Aquello era la única manera.

            Llegó frente a la casa, y comprobó como efectivamente salía al jardín para tomar el aire de la noche. Parecía también curioso por la paz y el silencio que reinaban en la calle.

            Podía verlo bien desde las rejas que separaban el jardín delantero de la calle principal, su cabeza canosa era visible en la oscuridad, incluso la luz pálida de la luna daba la impresión de que brillaba como un infinito mar de estrellas fugaces. Parecía tranquilo, pero cansado. Eso era lo máximo que podía decir viendo su perfil. No se lo pensó más; sacó la pistola, y con el perfecto ángulo que le otorgaban las rejas, y el seguro manto de la noche, rezó un padre nuestro por su alma. Disparó.

            Se despertó con sobresalto, producido por la insoportable música que desprendía el teléfono del trabajo; desde la distancia que separaba su cuarto del de Grantaire, escuchó como el suyo sonaba también, y este soltó algo parecido a "me cago en Dios" en francés. Con medio cuerpo incorporado, cogió el teléfono y lo descolgó.

            -¿Qué ha pasado?

            -A mi despacho. Ya. -Ambrosio no dio tiempo a mucho más y le colgó.

            Emma se levantó de un salto y empezó a ponerse la ropa del día anterior, que había dejado en la silla y no había recogido. Grantaire tenía un humor de perros cuando le despertaban así, y se escuchaban los portazos que daba a las puertas de los armarios y a los cajones, buscando ropa. No tardaron en estar listos, y a Grantaire no se le ocurrió otra cosa que decir que quería un aumento de sueldo por esa llamada.

            Emma estaba preocupada, porque de veras tenía que ser importante para ser despertados de esa manera a altas horas de la noche. Ella también estaba teniendo un sueño profundo, sobre todo lo que más le molestó fue tener que salir de debajo de las mantas. Pronto empezaría a nevar, y el frío era tremendo.

            Fueron los primeros en llegar, y se negaron a dar información alguna hasta que no llegasen los demás. Mientras tanto, les sirvieron café y bollos. Emma no los probó; a las tres de la mañana no eran lo que más le apeteciesen.

            Inés se tocaba las sienes con angustia, Ambrosio jugaba con las patillas de sus gafas, y Román se mantenía en la misma actitud de siempre. Parecían, en general, muy nerviosos. Román miraba su reloj de pulsera de vez en cuando, y suspiraba cuando miraba por la puerta abierta y vacía. A los diez minutos llegaron los triunviros. Emma los saludó, y Grantaire saludó específicamente a Ferre y Courf. Había pasado una semana desde aquel día en el que Enjolras se fue de forma abrupta y Grantaire fue tras él. Una vez llegó a casa, solo dijo: "es un imbécil", y nada más se habló sobre aquel día. Obviamente, ninguno parecía olvidarlo, y se limitaban a ignorar la presencia del otro. Era incómodo de ver.

E P I F A N Í A   ||Les Miserables (enjoltaire)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora