3. La main sûr la main

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Enjolras tumbó a Grantaire bocarriba, se rasgó las mangas de la camisa, y le hizo un torniquete para detener la sangre que a borbotones salía; tenía una profunda cuchillada en el costado. Le levantó, le dio unos golpecillos en la cara, y notó que intentaba abrir los ojos. Puso su cara pegada a la suya por la frente.

-Ni se te ocurra dejarme solo.

Como pudo, lo puso en pie, y se echó uno de los brazos sobre el hombro, mientras que con la otra mano le sujetaba la herida, con la esperanza de que dejase de sangrar. Salió a la calle, en la desesperada búsqueda de un médico. Iba dando palos de ciego, mientras que la gente que pasaba por la calle miraba sin hacer nada. Se le notaba desesperado, además de que Grantaire no era precisamente ligero, y todo aquel esfuerzo hacía que el sudor le recorriese la cara, molestándole. En su desesperación, vio una novicia que pasaba por allí, y se acercó a ella, asustándola.

-Por favor hermana, caridad cristiana. Mi amigo necesita asistencia médica, por favor.

La novicia dudó, estaba claro, pero al final le indicó que le siguiese hasta una pequeña abadía. Entraron, y el resto de monjas se vieron terriblemente asustadas por los dos desconocidos, que evidentemente venían de los alzamientos. Aun así, aun sabiendo de donde venían, les proporcionaron asistencia médica; rápidamente, limpiaron y cosieron la herida de Grantaire, que había acabado inconsciente.

Enjolras se sentó a su lado, y se echó encima de su pecho, escuchando su débil corazón durante toda la noche, mientras lloraba como un niño pequeño, pensando en las palabras de las mojas, que no aseguraban que se fuera a recuperar. Le aconsejaron ir a la capilla y rezar por su alma, pero Enjolras sabía que era una pérdida de tiempo por completo; si de verdad existiera Dios, estarían tras la puerta. Se pasó la noche pidiéndole a Grantaire que no se muriese, que no quería que se fuera así, sin despedirse.

Por la mañana, Enjolras se levantó, y tras unas horas de reflexión, besó la frente de Grantaire y salió a la calle.

Anduvo con paso decidido por la calle, con un rumbo fijo.

Al llegar tocó a la puerta, y le abrió una ama de llaves.

-Quiero hablar con Monsieur Hugo.

-Me temo que no será posible, Monsieur; debe descansar.

-Debo hablar con él, es urgente.

-Que tenga buen día. -iba a cerrar la puerta, pero Enjolras la sujetó y la mantuvo abierta.

-Dígale, por favor, que es Enjolras; veremos si me deja o no pasar.

La mujer, un poco asustada por él, dijo que lo haría, pero él debía quedarse fuera, condición que evidentemente aceptó.

Tras unos cinco minutos, se escucharon pasos que volvían. Estaba muy claro que Hugo se acababa de levantar, pero no le importó en lo absoluto.

Le invitó a pasar, cerrando tras él, y le empezó a preguntar que le había pasado, porqué seguía allí, dónde estaba Grantaire. Enjolras se lo contó todo. Y al decir todo, es todo: le contó sobre la revolución, sobre las puertas, el Pineda, Emma, el siglo XXI, absolutamente todo lo que había visto, dicho y hecho en ese tiempo, incluido como es evidente, la situación de Grantaire. También, no escatimó en detalles de su infancia, dato importante pues estaba a punto de pedirle un gran favor, un favor tremendamente grande.

El padre de Enjolras pertenecía, como sabemos, a la aristocracia; sabía que él tenía un hermano menor, que murió cuando Enjolras era adolescente, sin aparente descendencia. Su padre no tenía más hijos a parte de él, todo aquello que existía se suponía que era para Enjolras. Claro, que no podía ir a reclamar su herencia, puesto que no era posible, aun habiendo escapado, que casi veinte años después siguiera viéndose joven. El favor que pedía a Victor Hugo requería de mentiras y más mentiras, y era el siguiente:

E P I F A N Í A   ||Les Miserables (enjoltaire)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora