27. Je sais

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Combeferre estaba sentado en su habitual silla del café Musain; era el único que había llegado hasta ese momento, y le daba la impresión de que así sería, pues había esperado una eternidad a la llegada de alguien. Estaba solo por completo.

Entró una camarera, y se puso a hacer cosas en la barra; él no podía verla, porque estaba de espaldas a ella, pero de la nada sintió un par de manos suaves y cálidas en sus hombros.

La cara de la camarera se le hacía muy conocida: tenía unos ojos brillantes marrones, que descansaban sobre unas ojeras muy señaladas (por algún motivo, sabía que eran para ella su mayor falta); un cabello suelto, terriblemente inapropiado para que una señorita anduviera así por la calle, pero que era tan sedoso que parecía un crimen esconderlo en un complicado recogido; sus labios eran invitadores, y mostraban una peculiar sonrisa inocentemente traviesa; su piel, aunque no llegaba al tono oliva de Combeferre mismo, no era todo lo pálida que se requería de una mujer, sino que más bien parecía haber gozado de exposición al sol.

-¿Qué haces aquí sólo? -preguntó. Su voz era como una buena orquesta para él, en el sentido que quería escuchar más de ella.

No fue capaz de responder, lo único que podía hacer era mirarla. El corazón le iba muy deprisa. Deseaba tocarla.

Como si la muchacha hubiese leído su pensamiento, se sentó en su regazo. Sus manos se pasearon con descaro por su nuca. Sintió como su cuerpo entero temblaba con contención, deseoso de poner sus manos sobre la chica; le estaba excitando de sobremanera.

-Ernesto... -le susurró al oído. Su aliento cálido le provocó un escalofrío. - ...estamos solos...

Rozó la punta de su nariz con la suya, y entonces, justo cuando iba a besarlo, despertó súbitamente. La alarma.

Combeferre maldijo en voz baja, y de verdad que lo sentía en sus adentros. Llevaba un año sin tener un sueño agradable, y en medio del mejor sueño que iba a tener o que había tenido en su vida, la alarma hace de las suyas. Enterró la cara en la almohada resignado, hasta que se dio cuenta de con quien había soñado.

Se levantó de golpe, y se frotó los ojos con fuerza, pensando en que estaba enfermo, y miró hacia abajo: el sueño había tenido efectos en la vida real. Se volvió a echar en la cama, mirando al techo. En su cabeza la palabra "no" se repetía constantemente. Eran tan buenos amigos, tan buenos, que no quería... La quería mucho, es cierto; ella siempre estaba para quien la necesitase, y su ayuda era genuina. No podrían haberse adaptado tanto como lo habían hecho sin ella, esa era una realidad innegable e inmutable, aun así, no quería desarrollar sentimientos por la chica; Combeferre había cumplido ya en noviembre los 24, y Emma a penas tenía ya los 20 cumplidos; cinco años (apenas cinco años) no eran demasiado tiempo, pero en realidad, más que cinco, eran 195 años de diferencia entre ambos, además de una educación, una cultura, unos valores y una mentalidad diferente. Ella era sin duda una chica bastante diferente a cualquiera que él hubiese conocido en su siglo, y quizás si ella hubiese crecido en su línea temporal original, las cosas serían diferentes. No era el caso. No podía, no debía, tener ese tipo de pensamientos para con una buena amiga.

Dudaba también tener cualquier tipo de oportunidad con ella, que tenía un amplio abanico de hombres, y mujeres, entre los que elegir en su mismo siglo. Era algo que no estaba escrito para que sucediera, y así es la vida. Era un pequeño flechazo que le había surgido, pero Emma no sería el amor de su vida ni mucho menos. Era algo pasajero, eso es lo que era.

-Hoy no salgas a correr. -dijo Courfeyrac cuando fue al salón. -Hay tormenta.

Combeferre se asomó a la ventana, y en efecto, estaba lloviendo a mares. En ese momento decidió que no iría a clase.

E P I F A N Í A   ||Les Miserables (enjoltaire)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora