34. El corsé

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Era una mala costumbre suya comerse las uñas.

            Lo hacía desde que era pequeño, una manía que empezó por nada en particular, pero que con el paso de los años no fue capaz de dejar de hacer. Nunca se había parado a pensar en que fuera a tener consecuencias, y lo cierto es que a nivel de salud no le había acarreado problemas; no se tragaba las uñas, las escupía, por lo que no tuvo nada extraño más que el dolor provocado por su insistente morder. Con el tiempo y a mayor edad, era más una necesidad que una manía. Si no lo hacía cuando estaba nervioso se ponía más nervioso aun, pero odiaba hacerlo llegado a un momento determinado. Las uñas se le habían quedado en una longitud de la que no podían crecer más, y cada vez que se las mordía más le causaba un dolor bastante desagradable. Además, ahora cargaba con las consecuencias: tenía unas manos muy feas, y eso que ya había dejado de hacerlo hacía una temporada, justo a su llegada al siglo XXI. Fue uno de los cambios que decidió tomar, pero ya era demasiado tarde, y sus dedos se le hacían desagradables.

            Tuvo tiempo de pensar en su manía de mirarse a las manos con aburrimiento mientras esperaba a que empezase el examen, no obstante, pronto se aburrió de ese pensamiento. Era tedioso, y acordarse de los dolores que le causaba el antiguo hábito hizo que le recorriera un cosquilleo por la punta de los dedos.

            Su mente empezó a buscar otra cosa en la que pensar, algo que no tuviese que ver con el constante movimiento de sus compañeros repasando a última hora, nerviosos. Él prefería no hacerlo; aquello que no recordara ya, era imposible de memorizar minutos antes del examen. No es como si se le hubiese olvidado algo tampoco, porque su memoria era algo de lo que alardear. Emma le dijo una vez que era brillante, pero lo consideró una exageración, solo tenía buena memoria.

            Notó como le vibraba algo en el bolsillo, y sacó el teléfono para descubrir un mensaje de, precisamente, Emma. Le deseaba suerte en el examen, y le invitaba a algo después. Quedaba libre dentro de cuatro horas. Le agradeció la suerte deseada y aceptó su propuesta. A ella también le vendría bien salir un rato, según contaba Grantaire, temía que estuviese triste después de la despedida que le dedicó a su amor del pasado. Gustavo parecía un hombre bueno, un romántico que fue capaz de tener el corazón de ella en la mano, y que lo cuidó con ansias hasta que se vio obligado a devolverlo. Emma había cometido una infracción grave, pero nunca fue severamente castigada por ello; según tenía entendido él, un tiempo de suspensión del trabajo y poco más.

            Gustavo, más que nada, tenía suerte; no creía que muchos pudiesen decir que Emma los miró con ojos de enamorada, ni les dedicó sonrisas especiales, hechas solo para ellos. Ese privilegio descansaba en el recuerdo de pocos, eso seguro. Irónicamente, ella era fácil de querer, y seguro que rompió algún que otro corazón sin tener la mínima intención de hacerlo. Emma era increíblemente guapa y atractiva, muchos lo habían pensado a lo largo del tiempo. Su belleza era ajena a cualquier canon creado, y no necesitaba entrar en sus reglas. Brillaba por si sola.

            No tuvo tiempo de pensar en nada más, porque llegó la profesora, y empezó el examen.

            -¿Qué tal el examen? -ya sentados en la terraza del bar y con una cerveza en la mano, Emma le preguntó.

            -Estoy agotado, pero bien diría yo. ¿Qué has estado haciendo tú?

            -He tenido una misión. Una tontería, en verdad: el zar Nicolás II y yo hemos bailado un vals. -dijo de forma chistosa.

            -¿Esa era la misión?

            -Sí. -admitió riendo. -se suponía que debía hacerlo con su hermana Xenia, pero ella se ha tropezado de última hora y no ha podido bailar. Una tontería, en verdad. Ni siquiera puedo decir que baile muy bien; creo que es por lo bajito que se me ha hecho.

E P I F A N Í A   ||Les Miserables (enjoltaire)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora