Abro los ojos.
Me encuentro a los pies de un gran lago que se extiende a lo largo de cientos de metros, no consigo percibir dónde se encuentran sus límites más allá de donde estoy. Dirijo mi mirada hacia abajo, estoy vestida con un camisón, como en las películas de los años cincuenta, mis pies están desnudos y mi cabello forma una mata en mi espalda. De nuevo, el mismo sueño.
El agua me llama, en un impulso corro a toda velocidad hasta el lago, me zambullo en ella, sintiendo como la tela se pega a cada parte de mi cuerpo, la sensación es refrescante. De pronto algo en mí se agita, evitando que flote, comienzo a sentir que peso demasiado y como resultado comienzo a hundirme. El oxígeno inunda mis pulmones en una última bocanada desesperada, pero a medida que el tiempo transcurre, este comienza a escasear. Intento salir a la superficie para respirar, pero no puedo. Cada vez peso más, me voy hundiendo más y más. Cuánto más intento escapar, nadar a la superficie y respirar, más me ahogo. Es una sensación de impotencia, de querer deshacerme de la carga que llevo dentro. Un sonido retumba en mis oídos, se escucha como una campana que no deja de sonar, caigo en un profundo agujero que parece no tener fin mientras el sonido se hace más sonoro. Mis pulmones se van llenando de agua, mi cuerpo colapsa poco a poco y me duele cada centímetro de mí. De fondo, escucho un teléfono sonar y la voz de mi madre gritando mi nombre. Pero ya es demasiado tarde, ya nada puede deshacer todo lo que se ha hecho. Cierro los ojos esperando el final.
Grito. De mí sale un grito gutural lleno de tristeza, dolor y terror al mismo tiempo. Estoy sudando frío, mi cuerpo se encuentra temblando y siento como si fuera a desfallecer de repente debido a la velocidad a la que van mis latidos.
Me levanto de un salto y abro las cortinas junto al gran ventanal de mi cuarto, necesito respirar. El aire congelado de la madrugada se estampa en mi rostro, respiro profundamente tomando grandes bocanadas de aire. Apoyo los brazos sobre la barandilla para intentar recuperarme, cierro los ojos y me centro en los sonidos de la noche, los grillos, el silencio, el viento...
—Bonito pijama vecina.
Escucho una voz justo a mi lado, doy un respingo que casi me da un infarto del susto, giro la cabeza hacia la voz y lo veo. Está apoyado en la barandilla, al igual que yo, en su balcón, sosteniendo un cigarro en la mano. Al verlo esboza una sonrisa e inmediatamente lo coloca entre sus labios, luego expulsa el humo levantando la cabeza mientras se mantiene en silencio.
—¿Qué haces aquí?—cuestiono aún agitada por su saludo tan inesperado, no lo había visto ahí, es más, ni siquiera sabía que tenía un balcón.
—Eso me pregunto yo—dice volviéndose a llevar el cigarro a la boca y después me lo ofrece.
Dudo un momento, hace mucho que no fumo, antes solía hacerlo al salir de fiesta, pero como ya no voy a ninguna parte pues lo dejé.
Lo acepto. Al fin y al cabo, necesito relajarme y olvidar toda la mierda que me rodea.
Aspiro el humo y lo introduzco en mis pulmones, unos segundos más tarde lo expulso, hago el amago de pasarle el cigarro al moreno, pero ya está encendiendo otro.
Vuelvo a repetir el proceso en absoluto silencio.
—Yo también tengo pesadillas muchas veces—confiesa, provocando que lo mire fijamente, en cambio él se mantiene con la vista al frente.
Lo imito.
—Ya es rutina—digo de forma tranquila, volviendo a aspirar el humo mientras tamborileo los dedos de la otra mano en la barandilla.
Esta vez siento su mirada en mí, pero no hago contacto visual, solo me quedo callada, disfrutando del silencio de la noche.
—Hace un año me caíste fatal. —admite como si nada—. Ahora pareces una persona completamente distinta.
No soy capaz de responderle, pues mi cabeza viaja hacia la discusión de esta tarde con Marta.
Termino el cigarro justo a tiempo y pienso que ya he pasado suficiente tiempo al frío, lo compruebo por los temblores involuntarios de mis piernas.
—Buenas noches, Hugo—me despido educadamente, aprieto la colilla contra la barandilla para apagarla por completo y la tiro a la papelera de mi cuarto.
—Buenas noches, Rojas—escucho antes de cerrar el ventanal.
Vuelvo a la cama sintiéndome más en paz, a pesar de eso, no pego ojo en toda la noche. Me torturo una y otra vez con la discusión con mi mejor amiga, pienso en todos los errores que he cometido este año por ser como soy, me siento extraña al escuchar a la gente decirme que he cambiado.
La puerta de al lado se cierra, unos pasos cruzan el pasillo para luego volverse inaudibles. Por último, logro oír a lo lejos la puerta de la entrada cerrarse.
Me pregunto qué hará Hugo un jueves a las cinco de la mañana.
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Hiraeth
Teen FictionJulieta Rojas era una adolescente normal y corriente, hasta que de pronto todo su mundo se puso patas arriba. Desde ese maldito día ya no volvió a ser la misma, en realidad ya nunca lo sería. Su entorno cambió, al igual que ella. Todo lo hizo. Llegó...