Capitulo 8

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baje un poquito ya no tendrá problemas.
—¿Cuál es el límite?
—Bueno, está regulada para dos cincuenta, pero mucho antes de llegar a tanto habrá volado. No me haría usted bajar y estarme junto a ella si esa aguja estuviera marcando ciento ochenta.
—¿No tiene interruptor automático?
—No, qué va a tener. Cuando construyeron esto no se exigían esas cosas. Ahora el gobierno se mete en todo, ¿no? El FBI le abre las cartas, la CIA le llena la casa de malditos micrófonos... y mire lo que le pasó al Nixon.
¿No fue un espectáculo penoso?
»Pero con que baje usted regularmente a vigilar la presión, andará estupendo. Y acuérdese de alternar los conductos esos como él quiere. No quiere que ninguna de las habitaciones esté a mucho más de diez grados, a no ser que tengamos un invierno asombrosamente suave. Y el apartamento de ustedes lo puedan mantener a la temperatura que quieran.
—Y de las cañerías, ¿qué hay?
—Sí, a eso iba. Es por aquí, pasando este arco.
Entraron en una habitación rectangular que daba la impresión de tener kilómetros de largo. Watson tiró de un cordón y una sola bombilla de 60 vatios arrojó un resplandor enfermizo y vacilante sobre el lugar donde se hallaban. Hacia delante estaba el fondo del pozo del ascensor, con sus cables cubiertos de grasa que se deslizaban sobre poleas de seis metros de diámetro y su enorme motor todo engrasado y sucio. Por todas partes había periódicos, en paquetes, sueltos, en cajas. En otras cajas se leía Registros o Facturas o Recibos . Todo lo invadía un color amarillento y fangoso. Algunas de las cajas se caían a pedazos, derramando por el suelo hojas amarillentas que debían tener más de veinte años. Jack miraba a su alrededor, fascinado.
En esas cajas podridas podía estar enterrada toda la historia del «Overlook».
—Ese ascensor es endemoniado para mantenerlo en funcionamiento
—dijo Watson, señalándolo con el pulgar—. Y sé que Ullman le está pagando unas cuantas cenas elegantes al inspector de ascensores para no tener que arreglar esa porquería. Y aquí tiene la instalación central de fontanería.
Frente a ellos se elevaban cinco grandes cañerías, cada una de ellas con un revestimiento aislante y sujeta por bandas de acero, que subían hasta perderse de vista entre las sombras.
Watson señaló un estante lleno de telarañas que había junto al pozo de ventilación. Sobre él había un montón de trapos grasientos y una carpeta archivadora de hojas separables.
—Ahí tiene usted todos los planos de fontanería —explicó—. No creo que tenga ningún problema de filtraciones, porque nunca las hubo, pero a veces las cañerías se congelan. La única manera de evitarlo es dejar correr un poco los grifos durante la noche, pero en este jodido palacio hay más de cuatrocientos grifos. El gordo maricón ese de arriba iría chillando todo el camino hasta Denver cuando viera el recibo del agua. ¿No tengo razón?
—Yo diría que es un análisis notablemente agudo.
Watson lo contempló con admiración.
—Oiga, usted sí que es hombre de estudios, ¿sabe? Habla como un libro. Yo admiro a la gente así, siempre que no sean de esos tipos mariposas, como son muchos. ¿Sabe usted quién tuvo la culpa de todos esos líos de las universidades, hace unos años? Los «homosexuales», ellos fueron. Como están frustrados, tienen que soltarse. Salirse del molde, eso dicen. Bendita mierda, no sé adónde irá a parar el mundo.
»Bueno, y si se le congela lo más probable es que sea aquí en este pozo, que no tiene calefacción, fíjese. Si le sucede, tiene esto —buscó dentro de un cajón de naranjas roto hasta encontrar un pequeño soplete de gas.
»Cuando se encuentre el tapón de hielo, quite el aislante y aplíquele directamente el calor. ¿Entendió?
—Sí. Pero, ¿y si se hiela una de las cañerías que no están dentro del pozo de ventilación?
—Eso no sucederá si usted trabaja bien y mantiene el lugar caliente. Y de todas maneras, a las otras cañerías no puede llegar usted. No se preocupe por eso, que no tendrá problemas. Vaya lugar de muerte éste de aquí abajo.
Lleno de telarañas. Me da escalofríos, créame.
—Me contó Ullman que el primer vigilante de invierno mató a su familia y se suicidó luego.
—Ajá, el tipo aquel Grady. Mal bicho, lo supe desde que lo vi, siempre con esa sonrisa de zorrillo. Fue cuando empezaron todo de nuevo aquí, y ese jodido gordo de Ullman habría contratado al estrangulador de Boston si le aceptaba el salario mínimo. Los encontró un guardabosque del parque nacional; el teléfono estaba cortado. Estaban todos en el ala oeste, en la tercera planta, convertidos en bloques de hielo. Una pena las niñitas; seis y ocho años, tenían. Preciosas como capullos. ¡Y qué infernal revoltijo! Y el Ullman, que durante la temporada baja administra algún hotelucho de Florida, tomó un avión a Denver y alquiló un trineo para que le trajera desde Sidewinder porque los caminos estaban cerrados... un trineo , ¿no es increíble? Y por poco se hernió tratando de impedir que saliera en los periódicos. Lo consiguió bastante bien, tengo que admitirlo. Salió una nota en el Denver Post , y claro, el «bituario» en ese diariucho que tienen en Estes Park, pero nada más. Bastante bien, considerando la reputación que ha alcanzado este lugar. Yo esperaba que algún reportero empezara a escarbar de nuevo todo y pusiera a Grady como excusa para remover los escándalos.
—¿Qué escándalos?
Watson se encogió de hombros.
—Todos los grandes hoteles tienen escándalos —respondió—. Lo mismo que cualquier gran hotel tiene fantasmas. ¿Por qué? Demonios, la gente viene y va. A veces alguno estira la pata en su habitación, un ataque al corazón, un derrame o algo así. Los hoteles son lugares supersticiosos. No hay planta trece ni habitación trece, ni se pone un espejo del lado de adentro de la puerta por donde se entra, cosas

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