Capitulo 80

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la senda. Los dos que habían a su derecha habían cambiado imperceptiblemente de posición, se habían acercado más. Y la cola del de la izquierda, ahora, estaba casi sobre la senda.
Estaba seguro de que, cuando pasó junto a ellos para atravesar el portón, ese león estaba a la derecha y tenía la cola arrollada junto al cuerpo.
Ahora, los leones ya no defendían la senda: la bloqueaban.
De pronto, Jack se cubrió los ojos con la mano, y después volvió a bajarla. Lo que veía no cambió. Un suspiro, suave, demasiado bajo para ser un gruñido, se le escapó. En la época en que bebía siempre había tenido miedo de que le sucediera algo así; pero cuando uno bebía de esa manera, a eso se le llamaba delirium tremens , lo mismo que le pasaba al viejo Ray Milland en Días sin huella , cuando veía bicharracos que salían de las paredes.
Y cuando uno estaba sobrio, ¿cómo se le llamaba?
La intención de la pregunta era retórica, pero su mente la respondió (se le llama locura) de todas maneras.
Al volver a mirar los animales del seto, se dio cuenta de que algo había cambiado mientras él tenía la mano sobre los ojos. El perro estaba más cerca. Ya no seguía agazapado, sino que parecía estar preparándose para correr, con los cuartos traseros flexionados, una de las patas delanteras extendida, la otra hacia atrás. Con la boca más abierta, con gesto que parecía más amenazante. Ahora, hasta le pareció ver forma de ojos entre el follaje. De ojos que lo miraban.
¿Por qué hay que recortarlos, si están perfectos?, pensó histéricamente.
Otro ruido, leve. Involuntariamente, retrocedió un paso cuando miró a los leones. Parecía que uno de los dos de la derecha se hubiera adelantado apenas al otro. Tenía la cabeza baja. Una de sus garras estaba ya casi junto al cerco bajo. Santo Dios, ¿y ahora, qué más?
(ahora te salta encima y te devora como en uno de esos cuentos infantiles de terror)
Era como el juego de las estatuas, que jugaban cuando eran pequeños. Uno de los chicos contaba, dando la espalda a los otros, hasta diez, mientras los demás se adelantaban sigilosamente. Cuando llegaba a diez, el que contaba se daba la vuelta con rapidez y, si alcanzaba a ver moverse a alguien, lo sacaba del juego. Los demás se quedaban inmóviles como si fueran estatuas, hasta que el otro se daba otra vez vuelta para volver a contar. Así iban acercándose cada vez más hasta que finalmente, cuando la cuenta andaba entre cinco y diez, uno sentía que una mano se le apoyaba en el hombro...
En la senda, crujió la grava.
Con un movimiento espasmódico, Jack giró la cabeza para mirar al perro y lo vio en mitad de la senda, apenas por detrás de los leones, con la boca abierta. Antes no era más que una mata de ligustrina recortada para que diera la impresión de un perro, algo que si uno lo miraba de cerca perdía todo el parecido. Pero ahora Jack distinguía perfectamente que estaba recortada para que pareciera un pastor alemán, y los perros pastores eran bravos. Podía enseñárseles a matar. Un murmullo bajo, susurrante.
El león de la izquierda había avanzado ya hasta la empalizada, y con el hocico estaba tocando las tablas. Parecía que lo mirara con una mueca.
Jack retrocedió dos pasos más. La cabeza le latía desesperadamente, y sentía cómo el aliento le raspaba la garganta. Ahora, también el búfalo se había movido, describiendo un círculo hacia la derecha, por detrás del conejo.
Tenía la cabeza baja y los verdes cuernos de follaje apuntaban hacia él. La cosa era que, al mismo tiempo, no se los podía vigilar a todos. Imposible.
Sin darse cuenta, en su concentración desesperada, de que estuviera articulando ningún sonido, a Jack empezó a escapársele un gemido de la garganta. Sus ojos saltaban de una a otra de esas criaturas inverosímiles, procurando ver sus movimientos. Las rachas de viento resonaban, amenazantes, entre las ramas entretejidas. ¿Qué ruido harían cuando lo alcanzaran? Pero si ya lo sabía, claro. Un ruido de cosa que se quiebra, se aplasta, se desgarra. Un... (no no NO NO ESTO NO PUEDO CREERLO ¡DE NINGÚN MODO!) De golpe volvió a cubrirse los ojos, apretándose con ambas manos la cabeza, la frente, las sienes retumbantes. Así se quedó durante largo rato, juntando miedo hasta que no pudo más; entonces volvió a apartar las manos, dando un grito.
Junto al campo de golf, el perro estaba sentado como si pidiera comida. El búfalo miraba con indiferencia hacia la cancha de roque, lo mismo que cuando Jack llegó con las tijeras de podar. El conejo, erguido sobre las patas traseras, mostraba las orejas atentas al menor ruido, la barriga recién recortada. Inmóviles en su lugar, los leones custodiaban la senda.
Durante largo rato, Jack se quedó paralizado, hasta que finalmente la respiración se le regularizó. Buscó los cigarrillos, y cuatro se le cayeron sobre la grava. Se inclinó a recogerlos, sin mirar, sin dejar de vigilar el jardín ornamental, por miedo a que los animales empezaran a moverse otra vez.
Los recogió a tientas, guardó cuidadosamente tres en el paquete y encendió el cuarto. Después de dos profundas chupadas, lo dejó caer y lo aplastó. Fue en busca de las podaderas y las recogió.
—Estoy muy cansado —articuló, y ahora parecía perfectamente hablar en alta voz, no una chifladura—. He estado demasiado tenso. Con las avispas... la obra... esa llamada de Al. Pero todo irá bien.
Empezó a andar lentamente hacia el hotel. Una parte de su mente lo tironeaba, frenética, tratando de obligarlo a dar un rodeo en torno a los animales, pero Jack pasó directamente entre ellos, por la senda de grava.
Una débil brisa los hizo cuchichear, pero eso fue todo. La cosa no había sido más que imaginación. Se había llevado un buen susto, pero no había pasado nada.
En la cocina del «Overlook» se tomó dos «Excedrinas» y después se fue al sótano y se puso a mirar papeles hasta que oyó el ruido de la

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