Capitulo 67

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manguera seguía sobre la alfombra, casi como si le preguntara si no le gustaría volver a hacer la prueba.
Jadeante, Danny bajó corriendo la escalera.

20. CONVERSACIÓN CON EL SEÑOR ULLMAN
La biblioteca pública de Sidewinder era un pequeño edificio recoleto, a una manzana de la zona comercial de la ciudad, sencillo y cubierto de enredaderas. El ancho camino de cemento que conducía hasta la puerta estaba flanqueado por los cadáveres de las flores del verano. Sobre el césped se erguía una gran estatua de bronce de algún general de la Guerra Civil de quien Jack jamás había oído hablar, por más que durante sus años de adolescente hubiera sido un experto en la materia.
Los archivos de periódicos estaban en la planta baja, e incluían La Gazette de Sidewinder, que había dejado de salir en 1963, el diario de Estes Park y el Camera , de Boulder. De Denver no había ningún periódico.
Con un suspiro, Jack se conformó con el Camera .
A partir de 1965, los periódicos eran remplazados por carretes de microfilme («Por una subvención federal —le explicó alegremente la bibliotecaria—. Cuando nos llegue el próximo cheque esperamos hacer lo mismo con los de 1958-1964, pero es que son tan lentos, imagínese. Tendrá usted cuidado, ¿verdad? Sí que lo tendrá y llámeme si me necesita.») El único aparato de lectura tenia una lente que de alguna manera se había deformado, y para cuando Wendy le apoyó la mano en el hombro, unos cuarenta y cinco minutos después de haber empezado con los microfilmes, Jack tenía un agobiante dolor de cabeza.
—Danny está en el parque —dijo Wendy—, pero no quiero que esté demasiado tiempo afuera. ¿Cuánto tiempo más piensas estar?
—Diez minutos —respondió Jack, que ya había completado la última parte de la fascinante historia del «Overlook», los años transcurridos desde el triple asesinato hasta que «Stuart Ullman & Co.» se hicieron cargo del hotel. De todas maneras, seguía sin decidirse a contárselo a Wendy.
—¿En qué te has metido, dime? —pregunto su mujer mientras le desordenaba el pelo, pero su voz sonaba un tanto preocupada.
—Estoy viendo algo de la historia antigua del «Overlook».
—¿Por algún motivo especial?
—No, (¿y por qué demonios te interesa a ti tanto al fin y al cabo?) sólo curiosidad.
—¿Encontraste algo interesante?
—No mucho —contestó, y esa vez tuvo que esforzarse para hablar con calma. Wendy estaba espiándolo, como siempre lo había espiado y vigilado cuando estaban en Stovington y Danny era todavía un bebé. ¿A dónde vas, Jack? ¿Cuándo volverás? ¿Cuánto dinero llevas? ¿Te vas a llevar el coche? ¿Va Al a salir contigo? ¿Alguno de vosotros te mantendrá sobrio? Y dale y dale. Era ella, perdón por la expresión, quien lo había empujado a la bebida.
Tal vez no hubiera sido ésa la única razón, pero por Dios admitamos la verdad y digamos que fue una de ellas. Lo acosaba y lo acosaba y lo acosaba hasta que uno sentía ganas de abofetearla nada más que para hacerla callar y terminar con ese (¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Estás? ¿Vendrás?) interminable diluvio de preguntas. Realmente, podía darle a uno (¿dolor de cabeza? ¿resaca?) dolor de cabeza. El aparato de lectura. El maldito aparato con las líneas distorsionadas. Por eso tenia ese maldito dolor de cabeza.
—Jack, ¿te sientes bien? Pareces pálido...
Con un gesto brusco, apartó la cabeza de la mano de ella.
— ¡Estoy perfectamente!
Wendy retrocedió ante su mirada violenta e intentó una sonrisa, que no le salió muy bien.
—Bueno... si estás... Me quedaré esperándote en el parque con Danny... —empezó a apartarse, mientras la sonrisa se le diluía en una expresión de dolida perplejidad.
—Wendy —la llamó él.
—¿Qué, Jack? —Desde el pie de la escalera, ella se dio la vuelta a mirarlo. Jack se levantó y se le acercó.
—Lo siento, nena. Es que realmente no me siento bien. Ese aparato...
tiene la lente deformada. Me duele mucho la cabeza. ¿Tienes una aspirina?
—Claro —rebuscó en el bolso y sacó un envase de «Anacin»—.
Quédatelas.
Jack cogió la caja.
—¿«Excedrina» no tienes? —cuando vio la expresión de sobresalto de ella, entendió. Eso había sido una especie de amarga broma entre ellos, al principio, antes de que la bebida fuera demasiado grave para hacer bromas.
Jack sostenía que, entre las que se podían comprar sin receta, la «Excedrina»
era la única droga jamás inventada capaz de cortar de raíz una resaca.
Absolutamente la única. Empezó a pensar en los martilleos de la mañana siguiente a los que llamaba «jaquecas Vat 69».
—«Excedrina» no —contestó Wendy»—. Lo siento.
—No importa, me arreglaré con éstas.
Pero claro que no se arreglaría, y además Wendy debería haberlo sabido. A veces podía ser la más estúpida...
—¿Quieres que te alcance agua? —preguntó animosa.
(¡No, lo único que quiero es que TE VAYAS DE UNA VEZ, JODER!)
—Cuando me levante yo me serviré agua de la fuente. Muchas gracias.
—De acuerdo. —Wendy empezó a subir la escalera, gráciles las piernas bajo la corta falda de lana tostada—. Estaremos en el parque.
—Bueno. —Con aire ausente, Jack se metió las aspirinas en el bolsillo, volvió al aparato de lectura y lo apagó. Cuando estuvo seguro de que Wendy se había ido, subió a su vez la escalera. Dios, qué dolor de cabeza maldito. Si uno tenía que aguantarse semejante torniquete, tendría que darse por lo menos el placer de unas copas, como compensación.
Más malhumorado que nunca, trató de hacer a un lado la idea.
Cuando se acercó a la mesa principal, iba jugueteando con una caja de fósforos sobre la que tenía anotado un número telefónico.
—Señorita, ¿tienen ustedes teléfono público?
—No, señor, pero si la llamada es local puede usted utilizar el mío.
—Lo siento; es larga distancia.
—Entonces, creo que lo mejor será que vaya

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