Capitulo 98

3 1 0
                                    

golpeo, y de pronto los pestillos se corrieron y él retrocedió contra la pared opuesta del pasillo, dejando escapar un gruñido de alivio. Cerró los ojos y por su mente empezaron a desfilar todas las antiguas frases, parecía que las hubiera por centenares (estás chillado no estás en tus cabales te chalaste, perdiste la chaveta chico, se te fue la onda, estás mal del coco, estás para la camisa de fuerza, estás ido del todo, perdiste un tornillo, estás sonado) y todas querían decir la misma cosa: perder el juicio.
—No —gimoteó, casi sin darse cuenta de que estaba reducido a eso, a gimotear con los ojos cerrados, como un niño—. Oh no, Dios. Dios por favor, no.
Pero bajo el tumulto de sus pensamientos caóticos, bajo el martilleo de los latidos de su corazón, podía oír el ruido suave, fútil del picaporte movido de un lado a otro porque eso encerrado dentro trataba inútilmente de salir, eso que querrá conocerlo, que quería que él le presentara a su familia mientras la tormenta vociferaba en torno de ellos y la luz blanca del día se convertía en lóbrega noche. Si abría los ojos y veía moverse el picaporte, se volvería loco, así que los dejó cerrados y después de un tiempo inconmensurable, hubo tranquilidad.
Jack se obligó a abrir los ojos, convencido a medias de que, cuando los abriera, ella estaría en pie ante él. Pero el pasillo estaba vacío.
De todas maneras, se sentía observado.
Sus ojos se posaron en la mirilla que había en el centro de la puerta y se preguntó que sucedería si se acercaba para mirar a través de ella. ¿Con qué clase de ojo se vería enfrentado su ojo?
Sus pies empezaron a moverse (pies no me falléis ahora) antes de que él se diera cuenta. Se apartaron de la puerta y lo llevaron hacia el corredor principal, susurrando sobre la jungla negra y azul de la alfombra. A mitad del camino hacia la escalera se detuvo para mirar el extintor de incendios. Le pareció que los pliegues de lona de la manguera estaban dispuestos de manera diferente. Y estaba seguro de que cuando él vino por el pasillo, la boquilla de bronce apuntaba hacia el ascensor. Ahora estaba mirando para el otro lado.
—Yo no vi nada de eso —dijo muy claramente Jack Torrance. Tenía la cara blanca y ojerosa, y sus labios insistían en dibujar una sonrisa.
Pero para bajar no tomó el ascensor. Se parecía demasiado a una boca abierta. Demasiado. Bajó por la escalera.

31. EL VEREDICTO
Jack entró en la cocina y los miró, mientras hacía saltar la llave maestra en la mano izquierda para recogerla al caer, tintineante la cadena de la blanca chapa de metal. Danny estaba pálido y agotado. Wendy había estado llorando, era evidente; tenía los ojos enrojecidos y se la veía ojerosa.
Advertido lo alegró súbitamente. Por lo menos no era él el único que sufría.
Ellos lo miraban, sin hablar.
—Allí no hay nada —declaró Jack, atónito ante la despreocupación de su propia voz—. Absolutamente nada.
Siguió haciendo saltar en el aire la llave maestra, tranquilizándolos con su sonrisa, sintiendo cómo el alivio se les pintaba en la cara, y pensó que jamás en su vida había necesitado tan desesperadamente un trago como en ese momento.

32. EL DORMITORIO
Más hacia el atardecer, Jack cogió un catre en el cuarto destinado a almacén en la primera planta, y lo puso en un rincón del dormitorio de ellos.
Wendy se había imaginado que Danny no se dormiría hasta bien avanzada la noche, pero el niño estaba cabeceando antes de que estuviera mediada la serie de TV, y quince minutos después de que lo hubieran arropado, estaba ya sumergido en el sueño, inmóvil, con una mano debajo de la mejilla.
Wendy, sentada vigilante junto a él, marcaba con un dedo el punto donde había llegado en la novela que leía. Ante su escritorio, Jack recorría con la vista su obra de teatro.
—Qué mierda —farfulló Jack.
—¿Cómo? —interrogó Wendy, arrancada a su contemplación de Danny.
—Nada.
Jack siguió mirando la obra con creciente furia. ¿Cómo podía haberle parecido que era buena? Era pueril. Algo que se había hecho un millar de veces. Y lo peor era que no tenía idea de cómo terminarla. En algún momento le había parecido bastante simple. En un acceso de rabia, Denker se apodera del atizador que hay junto a la chimenea y golpea santamente a Gary, hasta matarlo. Después de pie junto al cuerpo, con el atizador ensangrentado en la mano, vocifera dirigiéndose al público: «¡Está aquí, en alguna parte, y yo lo encontraré !» Entonces, a medida que las luces pierden intensidad y el telón baja lentamente, el público ve el cuerpo de Gary boca abajo sobre el proscenio, mientras Denker se encamina a zancadas hacia la biblioteca y empieza a arrojar febrilmente los libros de los estantes, tirándolos a un lado después de mirarlos. Había pensado que era algo lo bastante viejo para parecer nuevo, una obra cuya originalidad era tal que podría convertirla en un éxito en Broadway: una tragedia en cinco actos.
Pero, además de que su interés se había orientado súbitamente hacia la historia del «Overlook», había sucedido algo más: sus sentimientos hacia los personajes habían cambiado, y eso era algo totalmente nuevo. Por lo general, a Jack le gustaban sus personajes, los buenos y los malos. Y se alegraba de que fuera así. Eso le facilitaba el intento de verlos desde todos los ángulos y entender con mayor claridad sus motivaciones. Su cuento favorito, el que había vendido a una revista pequeña del sur de Maine, era un relato titulado: Aquí está el mono, Paul DeLong . El personaje era un violador de niños, a punto de suicidarse en su cuarto amueblado. El hombre se llamaba Paul DeLong, y sus amigos lo llamaban Mono . A Jack le había gustado mucho Mono: comprendía sus extravagantes necesidades y sabía que no era él el único culpable de las tres violaciones seguidas de asesinato que tenía en su historial. Sus padres habían sido

El RespalndorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora